Tomás L. Chaves Antolín (Ilustraciones Tau Cruz) Dedicado a los amigos que se fueron demasiado pronto a jugar por esos cielos de Dios. Pepe Neyra, Carlos, Vale, Gaudencio, Celes, Luis, Marcelino, Anselmo, Joselín, Andrés, Juani, … Antes de entrar en el relato daré un apunte para quienes no sepan de qué iba EL JUEGO DE LA LIMA. Como tantos juegos de calle de una infancia sin depredadores tecnológicos, mentales o físicos, LA LIMA era uno de aquellos divertidos juegos estacionales. Sí, porque los había para cada estación del año y su circunstancia. En concreto, este, requería suelos de tierra con la humedad adecuada. Por tanto, con las primeras lluvias otoñales, las desechadas limas de los talleres se convertían en auténticos tesoros. También se le conocía por EL TRIÁNGULO, dada la forma del mencionado instrumental. Por otras zonas tenía su complejidad con reglas cuasi federativas, pero en mi pueblo (y ojo, en aquel tiempo, porque después al parecer se sofisticaron) íbamos directos al grano. Se comenzaba marcando un rectángulo en el suelo con la punta de la lima. Las dimensiones eran indeterminadas aunque no solía pasar de un metro por sesenta centímetros, más o menos, a partir de ahí los jugadores, al caso el jugador que le tocaba primero y dentro de esta “cancha”, lanzaba la lima para hincarla y desde ese punto trazaba el territorio conquistado y así sucesivamente, cuanto más pequeño era el espacio que le quedaba por conquistar (dentro del que tenías que tirar la lima) más posibilidades de errar... y así hasta que fallaba por clavarla en lo conquistado, fuera del campo o en línea, dando paso al siguiente contrincante. Ganabas cuando ya no cabía el pie en el espacio; en esos momentos finales, era cierto el riesgo de accidente. Menos mal que el invierno no era época de alpargatas sino de aquellas duras botas de cuero y con tachuelas, que el zapatero Carrasco hacía a medida, eso si eras el mayor de los hermanos, si no, te venían heredadas... hasta de primos o vecinos, que éramos "mu" ecologistas "in illo tempore". Y ahora, ya os cuento una de aquellas tardes de un noviembre de los años cincuenta del pasado siglo... y algo más. - Niños, quitaos de ahí que como se me escape la plancha vais a salir perjudicados más de uno. Y así podía ser, porque Josefa, cada día y justamente a las seis de la tarde, comenzaba a encender el carbón de aquel artilugio balanceándolo con energía y alternando el brazo derecho con el izquierdo, en los 180⁰ o más que la articulación le permitiera. Cuatro casas más allá otra vecina se empeña en la misma tarea. Sí, es la hora de la plancha. - Nosotros estábamos aquí antes que usted – le dijo Jaime, el más descarado de los chiquillos que jugaban a la lima en el empapado suelo por las recientes lluvias. - Oye, qué fresco eres Jaimillo… Anda y sal de ahí pero ya, que te voy dar dos azotes en el culo antes de que te los de tu madre. Finalmente optaron por moverse una casa por cima, y al poco la vecina Luisa sale a encender el brasero… al igual que otras de la calle. - Niños echarse pa un lao que como le deis al brasero vamos a tener capea. - Señá Luisa – de nuevo Jaime – póngase usted más allá que nosotros estábamos aquí primero. - ¿Vosotros aquí primero? ¡Qué puñeteros niños! ¿Cuándo habéis llegao vosotros? -Interroga apremiante ella, sin mirarlos, mientras echa el cisco en el recipiente metálico, lo acumula en forma cónica con la badila, pone unos palitos sobre el cuidado montón y tras gastar media caja de cerillos lo prende, que el airecito que entra por el recodo de la calle hace embudo y no hay manera - - Pues hace un rato grande – contesta ahora Antoñín - - Embustero -interviene Josefa que ya tiene al rojo vivo la suela de la plancha con tanto meneo - acabo de echarlos yo de mi puerta. - Buenooo… - de nuevo la señá Luisa - pero si yo llevo aquí ochenta años y ni me he movido del sitio. - Eso no es verdad y mentir es pecado – dice Ricardín, el más modosito – que lo ha dicho don Pedro el cura en la misa del domingo pasao. Con la conversación, nadie se ha dado cuenta de la presencia que se aproxima. Carmen, con un cántaro en el cuadril, y otro sobre la cabeza en profesional equilibrio, también interviene, sin percatarse que el sacerdote la precede a pocos pasos. -¡Qué sabrá el cura de pecaos! - comenta riendo, a lo que Josefa responde de inmediato con una sonora carcajada, ante el panorama. -¿Que no sabe? - Anda que no, ese sabe más que tú y que yo… ¿Verdad Don Pedro? - Buenas tardes Josefa y la compaña. El apuro de la portadora de los cantaros casi provoca un accidente al oír la voz detrás de ella. - ¡Ay por Dios, usted perdone! Las risas son contagiosas mientras el ministro del Señor les contesta socarrón. -Tenéis razón las dos, eso sí, mañana os quiero ver comulgando y limpias de pecado. Los pequeños parece que están a lo suyo pero en ese momento es preceptivo besar la mano del párroco, aunque este, recién terminado el seminario, se apura con el agasajo y amablemente los elude cuanto puede. Carmen tampoco da pie con bola. - Pero joios po larma, echaros pa un lao, verás que… me vais a clavar la lima en un pie. Anda iros más allá que estáis en la puñetera puerta y… no, si me caeré con cántaro y tó. Vamos, tu y tu hermano a recogerse. Buenas noches Don Pedro. Y sin jaleo que la hermanita está dormida. Sí, la tarde cae y la noche se viene encima con el aire de aquel frío día de noviembre oliendo a braseros y chimeneas, a tufo acallado por la alhucema, a carbón de las planchas venteadas en las puertas de la calle, a molienda de aceitunas… y a puchero de achicoria. De la sierra bajan los últimos hombres con sus bestias cargadas de sacos llenos del fruto del olivo y hace rato que volvieron las cogeoras, a las que aún queda día en las tareas del hogar. Un escamondao no es suficiente para sacar el tinte de las maduras gordales, picudas y hojiblancas, de los dedos y manos. Y hasta con asperón y estropajo tiene que ser hoy, que mañana es domingo y hay que estar un poquito presentable para ir a misa… ¡y comulgar! Robledo se asoma a la puerta con el pelo mojado y secándolo con una toalla reclama a su vástago. - Niño, pa dentro ¡ya! que hace una semana que no te lavas y hoy te toca. Vengaaaa, que tengo la olla en la candela y el lagarto esperándote. Y vosotros a vuestra puñetera casa que están bajando los lobos de la sierra a comerse a los niños desobedientes. - Mamá, que no se pueden decir mentiras – insiste Ricardín- - Andaaa, meste vé, me parece que tú vas pa cura con tantos sermones a tor mundo. ¡Hala, pa dentro y déjate de pamplinas! - Ofú mamá, es que las vecinas no nos han dejao jugar a la limaaa... – Se lamenta. - Han hecho bien. No te lo voy a repetir, pa dentro ya pero ya. Y tú, Josefa, deja de aventar la plancha que se te va a alargar el brazo y te quedarán cortas las mangas. ¡Qué mujé! Poquitas ganas tienes tú hoy de planchao. - Tienes razón, ninguna, pero pa algo me dará lo que queda de día. Y calla ya puñetera, que estás siempre despotricando. - Ea, que descanséis – dice la señá Luisa cogiendo las asas del brasero con dos manoplas disponiéndose a entrar en su casa- - ¿Descansar? – le contesta Josefa – pues no | me queda a mi plancha hasta acostarme… Y Antonio ¿cómo anda? - Andar anda poco el pobre mío. Está mu incapá pero la cabeza la tiene mu bien. Son 90 años ya Josefa, 90. - Bueno mujé, pero no teniendo otros males se puede con tó. He echao dos puñaos más de garbanzos, así que mañana os paso unos platos de cocido con tos sus avíos. Y ya sabe usted, cualquier cosa me da una voz por el corral y me acerco. - Y tú, Jaimillo, ajila pa dentro. - Ojú madre – dice el aludido encorvado y con los brazos colgando- si ni siquiera nos habéis dejao jugaaaar… -Mira, no te pongas amanglanao que me da mucho coraje. - Gracias hija, Dios te lo pague. Ay, estos niños, no les quea na que pasá…, voy pa dentro yo también Jaimillo, y recógete antes que a tu madre le dé el avenate. Buenas noches. Los demás chavales comienzan a retirarse también, y en boca de todos se oye el mismo lamento al que tarde o temprano habrá que dar solución: - Otro día sin poder jugar a la lima. - ¡Y encima dicen que van a adoquinar la calle! ¿Qué vamos a hacer? - Pues irnos del pueblo. - Eso, como mi padre, que dice que en cuanto ponga el camión a punto se va a trabajar a Barcelona, seguro que allí nos dejan jugar a la lima. - No sé yo si aquello ya estará lleno de adoquines. - ¿Tú crees? - El mío se va a Alemania… ¡anda que pa adoquiná Alemania con lo grande que es… - ¡Y lo lejos que está para llevar allí los adoquines desde el pueblo! Que yo lo he visto en el mapa -argumenta Antoñín que bien sabe de eso, para algo es hijo de picapedrero y autoridad en la materia. - Pues mí tía Eloísa se ha ido a Vigo. - ¿Y dónde está Vigo? - Mi abuela dice que más allá de Barcelona. - Uff...! Y en esas, entre viajes, planchas, limas, adoquines que los habrá, o no, y días pasados por agua o sol, la vida sigue. No pasó tanto tiempo en que el padre de Manolín se fuera a Barcelona, y muchos más también lo hicieron en aquella diáspora, el mío se las apañó sin emigrar. “El Catalán” le llamaban al tren cuando iba parriba y “El Sevillano” cuando venía pabajo. Manolo vino al año, cargó su camión con los cuatro muebles que había en la casa, los somiers, colchones, la ropa, dos garrafas de arroba de aceite de oliva, un saco de garbanzos, chacinas… y pallá arriba que se fue con toa la familia… incluido, claro está, mi amigo Manolín. Estas partidas hacia lo desconocido solían ser de madrugada, pues no era poco el camino hasta “la tierra prometida”. No hubo manera de que cargara el lebrillo de lavar por mucho que Carmen le insistió. No podía entender que no cupiera donde iban a vivir. Sabrá Dios donde nos lleva, le decía a sus vecinas, compungidas con tantas despedidas. -¿Dónde te voy a llevar mujer? Pues a un piso con lavadora y todo. Como una reina vas a estar. - Bru dice que se llama – comenta entre la tertulianas que por nada la dejarían sola en semejante momento – Mira, esta es – y les muestra la portada del folleto que le ha traído en el que se ve el dibujo del rostro de una joven feliz a modo de introducción. - Uy, pues ten cuidao que allí son mu frescas y tú marío se lía con la Bru y te deja plantá. - Anda joía, ¡si eso es una máquina de lavá! – y las risas relajan el ambiente de la despedida. - Oye, perdona Manolo, que ya estaba yo malpensado… -argumenta Robledo- que hay que ponerle un poquito de guasa a la pena pa no morí de ella. Aquel camión, un Ford V8 olvidado en una de las naves de la mina, se salvó de la guerra nadie sabe cómo, y pasados los años volvió a la vida gracias al tesón de Manolo. Pero poca vida tenía en el pueblo, así que con él partió para Barcelona. Y no le fue mal. Volvió un año después impecable, recién pintado y con tan hermoso rótulo luciendo Transportes MayCar que parecía tan elegante como su dueño con aquella ajustada cazadora de cuero que parecía un aviador. El interior era fascinante con los medidores en esfera metálicas sobre el negro brillante del salpicadero y cuatro óvalos enmarcando las fotos de los hijos y de Carmen su mujer. Del espejo retrovisor colgaba una gran medalla con la imagen de la Patrona de nuestro pueblo. Y el asiento corrido me pareció inmenso cuando me lo enseñó Perico, orgulloso de aquel monstruo, sin saber que era el inicio de la gran empresa de transportes que finalmente él dirigiría cuando su padre agotó su ciclo vital. ¡Cuánto trabajo hubo detrás de tanto éxito! El motor del viejo camión está en marcha y al completo de incógnitas por cuantos ya lo ocupan. Las ruedas que me parecían inmensas se unen al rugido y todo empieza a rodar. Las manos salen por las ventanillas dejando atrás los adioses como estelas que llegan a las caras compungidas de los que ya se ven pequeñitos en el retrovisor. En un abrir y cerrar de ojos vuelve la esquina y allí queda otro hueco vacío, uno más en aquel pueblo que iba perdiendo vida con cada vida que partía, y ya eran muchas. Manolín se situó a la derecha de su padre junto al cambio de marchas, a su lado Carmen con la pequeña en brazos y después Perico, el mediano, todos con los ojos bien abiertos, atentos al horizonte de la mañana, amanecida con la esperanza de una vida mejor, pero repleta de inquietudes. El sol lucia pero fue un día triste, otro más, ni Perico ni Manolín volvieron a mi escuela. ¡... cómo se pasa la vida…! Que decía Jorge Manrique. A Manolín no lo volví a ver hasta que hizo la mili. Allí, en Intendencia, frente a los Jardines de Murillo me lo encontré. ¡Qué potra! Oí su nombre y apellidos pero casi no lo reconocía con aquel bigotito. Yo llevaba ya un año porque me fui voluntario. De mecánico estuve. Y se me ocurrió coger una lima del taller, tal que lo vi me acerco a él, sin decir nada hago un rectángulo con ella en el suelo y entregándosela le digo: toma, te toca. El abrazo que nos dimos casi nos parte las costillas. Sin habla nos quedamos y con las lágrimas deseando salir. Y salieron. No le fue mal la vida a Manolín y no fueron pocas las veces que en los años siguientes nos vimos en el pueblo, por su profesión, facilidades tenía para ello. Entre sus pesares, no entendía que de sus tres hijos, la niña, que nació allí como los dos varones, renegaba de cuanto él dejó atrás y le increpaba por no haber aprendido catalán “al fin y al cabo… ¡eras un niño cuando te llevaron!... Ya ves tú lo que dejarías en este pueblucho para añorarlo tanto… y dejarnos allí en cuanto te jubilaste”. Esto les oía en la última feria cuando vinieron todos los hijos con sus nietos. No, no se callaba el ya abuelo y respuesta tuvo para su hija aunque no se ensañó: “Bien colocaos que os dejé y hasta con el AVE funcionando”. Contestación adecuada, pensé, más aún viniendo del que fuera empleado de Renfe tan bien posicionado. Sin duda la niña quería con locura a su padre y él no menos a ella, pero lo llevaban a su buen entender. Era el único que la llamaba Carmelita pese al rictus de Carma cada vez que en público oía semejante diminutivo. Aquello debía ser demasiado para la doctora Carmen Domínguez Cuesta… conocida en su hospital por Carma Diuminge Costa. Me lo dijo meses antes de este fatídico día: la vida, y no mi padre, me arrancó de esta tierra pero esta hija mía, que quiere la independencia para su país, como llama a Cataluña, no me saca de aquí ni muerto. Y a ti, a Jaimillo, Ricardo, Juan, a Antonio y a los demás os pido por favor que, en cuanto se asiente la tierra que echen sobre el ataúd, organicéis una partida “in situ” y dejéis allí la lima conmigo. Prometido, le dije entre risas, mientras todos porfiábamos por quién sería el primero en tomar el camino de los cipreses. Sobre el velador quedó el cerco de los vasos de aquel brindis sin alcohol y las fichas del dominó, que para la ocasión le dejó ahorcado el seis doble… quedando pendiente la revancha. Y ahí va hoy, delante. Mientras, a mi mente llegan tantos recuerdos compartidos, que los amigos ya le añoramos. A su viuda se lo he comentado y me ha sorprendido con el ruego de hacerlo, pues fue de las últimas cosas que le dijo antes de su adiós, además de que ni se le ocurriera cambiar el nombre de su hija en la lápida, si es que en ella decidía mencionar a sus deudos, que para carma la que él iba a tener, le dijo. Y si protestaba, que le enseñara la partida de bautismo. Hasta pronto amigo, querido amigo, en unos días echaremos esa partida a la lima y allí quedará eternamente contigo a la espera de volvernos a encontrar y retomar el juego. |
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