...coge el búcaro y ve a por agua fresquita del pozo pal gazpacho, decía mi madre poco antes de que estuviéramos en la mesa. Y allá que iba yo an ca mi tía Estefanía con aquel rojizo y curado tiesto de Salvatierra de los Barros (o de Guadalcanal, que también allí los hacían). Iba procurando la acera izquierda donde el solano ya parecía dejar espacio a la sombra. Y sí que estaba fresquita al sacarla del pozo, una delicia junto al asomarme a aquel brocal de viejos ladrillos y percibir que hasta el verde culantrillo traía frescor. La parra bajo la que se encontraba y con aquellas calores, ya ponía tonos amarillos a las uvas y era habitual volver con un racimo que el tío Antonio cortaba a demanda de mi tía. Salía del taller de su carpintería que estaba a la izquierda del pozo y antes de recibir la orden ya me había llenado el búcaro, cortado el racimo y frotado el pelo mientras yo daba al pedal de la piedra de afilar. -Ea, zumbando pa tu casa que el agua está pa echarla al dornillo - decía después de haber bebido un trago de la sacada del cubo con la latilla que colgaba de un clavo, en el madero que sujetaba la parra. -Sí, venga, vete ya que verás tu padre... pero toma una porra antes -decía mi tía dándome un trozo de corteza de pan mojada en el majao del gazpacho ¡Qué delicia! Otra cosa era la temperatura del agua al llegar a mi casa después de tanto preámbulo y de recorrer la calle Los Cercos hasta la plaza de José Antonio a las dos de la tarde. Pero bueno, no era cosa de dejar correr el grifo de la fuente de la plaza hasta que estuviera fresquita, que entonces había conciencia del derroche sin que existiera Greenpeace. Pasado el tiempo tuvimos un gran adelanto que me ahorró parte del paseo y trajo otras ventajas. Fue el principio del cambio climático. Era un pequeño mueble blanco, poco mas alto que una antigua mesilla de noche, con aristas redondeadas, y recordado y adecuado nombre: Alaska, que lucía en letras repujadas y plateadas sobre un paisaje ártico. Bueno, el nombre era un decir, pero traía hasta su folleto de uso en el que el dibujo de un pequeño esquimal contaba cuanto era posible contar sobre el manejo. Su hermética puerta daba paso a un recinto de cinc con dos baldas de rejilla mas la parte de abajo. Sobre la primera, una bandeja que recogía el agua del deshielo de la barra de ídem que se soportaba arriba. Lo cierto es que a partir de entonces el paseo por la calle Los Cercos solo llegaba hasta la casa de Rafael Jódar y desde ahí, a la izquierda, ya a la fábrica de hielo a por un trozo de barra, partido por Consuelo con las puntas de un rastrillo que golpeaba justo al tamaño que cabía en la bandeja interior de aquel nuevo invento y que, metida en un pequeño saco (hecho al efecto por mi madre) y después en una bolsa de red me echaba a la espalda con agrado. También porque de lo contrario tendría que llevarla a rastras y no era plan considerando que de este modo era más fácil ir chupando el polo de hielo, otra de las ventajas sobre el método anterior ¡cada trozo de barra incluía un polo! Quiero decir con lo que sobraba de la vuelta, que no estaban los tiempos para ofertas. El recorrido era circular porque dejaba el Callejón de los Polos enfilando por la calle del Gafa y la tienda de Luis Rubio hasta mi casa. Tuvo tal éxito la marca de la nevera que cuando a alguna clienta de la tienda de mis padres se le pasaban días sin pagar el fiao, había que refrescárselo... y nadie supo, hasta ahora, que cuando mi padre , mi madre o Adela, decían la palabra "Alaska" con cualquier excusa, era para advertir a quien la atendiera que se lo recordara, vamos, que a esa clienta había que refrescarle la memoria por la deuda. Así podía, sin venir a cuento, oírseles: "¡qué buena es la nevera Alaska!" o "Ha encallado un barco en Alaska" o cuanto el lector pueda imaginar con Alaska en una corta frase... la cosa derivó en ahorrarse tanto discurso y directamente pronunciando la palabra mágica, ya era suficiente para proceder al refresco. Eso sí, la clientela de aquella tienda siempre fue extraordinaria y aunque a veces la memoria fallara, mis padres se jubilaron con los libros de cuentas limpios como una patena. A aquella nevera Alaska le sucedió otra más alta, con más capacidad, pero de idéntica tecnología porteadora. Narval era la marca aunque no reflejaba por ningún lado la imagen del cetáceo y su logotipo mantenía la misma gama de colores y paisaje ártico. Todo muy creativo. | Para esas fechas ya estaba yo estudiando en los franciscanos, y aunque agosto era mi mes de vacaciones, nunca tuve con la Narval mas relación que la de dispensarme agua fresca. Sin duda mi hermana Mª de los Ángeles tomó el relevo del transporte de la barra de hielo. No cambiaron mucho las cosas hasta que colgué los hábitos, entiéndase, tampoco llegué a tomarlos, pero sucedió cuando me salí del colegio franciscano, el mismo año que nació mi hermana pequeña. Y fue a ella la primera que vi al entrar en mi casa al volver en aquel cálido mes de agosto. Allí estaba en un capazo de mimbre en el centro del comedor ¡cómo me alegró!, tan pequeña, tan bonita... y entre caricias y arrumacos, de pronto, al alzar la mirada ¡allí estaba! al fondo de la cocina, más crecida, blanca, reluciente como un tótem que se anticipaba al de Kubrick en "Una odisea del espacio". -Es la nueva nevera - aclaró mi madre ante mi cara expectante- -No, es un frigorífico! -rectificó mi padre mientras yo contemplaba asombrado aquel ingenio- -¿Qué más dará? -respondió Ángeles abriendo la puerta y llenándome un vaso de agua de la jarra de plástico con amarilla tapa hermética que había en su iluminado interior- Aquel resplandor fue como una visión celestial con llanto de niña al fondo reclamando atención. Perdona Lourdes -le dije tomándola en brazos- me había distraído con la nevera. -Frigorífico -volvió a puntualizar mi padre. Qué extraño, aunque Alaska fuera sinónimo de la primera vez que sentí el cambio climático en mi casa, ahora tendría que adaptarme a aquel raro nombre que no entendía hasta darme cuenta que la invasión americana había entrado por la puerta. Un folleto con una indecorosa majorette (comprended que yo venía impoluto de los frailes) anunciaba la llegada de Washington ¿O era Westinghause? No olvidemos que los americanos por aquel entonces ya iban por Constantina y las explosiones rompiendo la barrera del sonido eran habituales en nuestro cielo pedroseño. En fin, la cosa es que, adiós nevera, adiós Alaska, adiós búcaro y barra de hielo..., habían llegado los frigoríficos y con ellos el sedentarismo y la buena vida, resumiendo, eso sí que era un cambio climático. Para esos entonces, la generación encargada de portear frescura en verano no era ya la mía... en esas reflexiones filosóficas estábamos mi primo Eleuterio y yo cuando vimos a nuestros hermanos más pequeños, Salvador L . y Salvador M., sacar sendos polos de aquel nuevo aparato. -¡Cómo cambian los tiempos! y qué poco aprecian lo que tienen esta nueva generación- dijimos casi al unísono de nuestros dieciséis o diecisiete años. -No como nosotros que para conseguir agua fresquita teníamos que ir al pozo de tita Estefanía, y ya ves, en solo diez años... Y nos quedamos tan frescos, que en verano había que recurrir a cualquier remedio. -¡Estas calores de 2021 no son como las de antes! -Hoy, gracias a los telediarios sabemos que incluso se alcanzan temperaturas de más de 40º en agosto. -¡Qué barbaridad! entonces no sabías si estábamos a 40 o a 47 grados... -Es que ahora nos enteramos de todo... -¡Éramos unos ignorantes! -Y del cambio climático ¿qué, primo? -¿Del cambio climático? Dile a tus nietos y a los míos que vayan al pozo a por agua fresquita para el gazpacho. Y... nos quedamos tan frescos. MORALEJA: Como dice mi amigo Juanjo: ¡Qué bien vivíamos cuando vivíamos mal! |