Antes de la pandemia del Covid, visitando el museo de Navarra en Pamplona, descubrí este cuadro y a su pintor: Un viático en el Baztan, realizado por Javier Ciga en 1917 y considerada una de las obras maestras del artista navarro. Me causó profunda impresión, aparte de por la maestría de su posromanticismo realista, porque refleja de forma nítida una de mis vivencias infantiles. | Cuatro variable anoto de diferencia con aquel recuerdo: la puerta de aquella humilde casa de mi pueblo, era más pequeña, la sotana del monaguillo del cuadro es roja, la mía negra, no llevaba farol y tampoco había velas. Con estas anotaciones os dejo uno más de los RELATOS INTRASCENDENTES de mi infancia, donde he intentado pintar "mi cuadro". Espero que os guste. |
Un bautizo era siempre motivo de alegría y aquel, de María del Carmen, fue el primero al que asistí oficialmente sosteniendo la palmatoria y muy pendiente de cuanto un monaguillo, en tal menester, ha de ocuparse, que la verdad… no era mucho. Pero me gustó mi sencillo papel rodeado de las caras felices y sonrientes de los padrinos, la familia, y la sorpresa de la pequeña al recibir el agua bendita que la convertía en nueva cristiana con aquel primer sacramento. Ni que decir tiene, que la generosidad del padrino era repartida entre los cuatro que éramos, aunque en la ocasión yo fuera el "oficiante" y por ende depositario. Desde que tuve uso de razón, había visto pasar delante de mi casa y en múltiples ocasiones, el pequeño cortejo de tintineante sonido, que me causaba tanto respeto, aunque no entendía muy bien cuál era el destino. Pasado el tiempo, aquel día, el que hacía sonar la campanilla era yo detrás del sacristán y al lado de Don Antonio el cura portando, bajo el bordado paño de hombros, la Eucaristía guardada en el pequeño portaviático. El destino era una humilde casa en una humilde calle. Traspasamos el dintel y nada más entrar, a la izquierda, yacía sobre un camastro un anciano que, por su aspecto, pude entender que sería la primera persona en darme noción del “más allá”. Tres mujeres, de escalonadas edades, envueltas en prendas negras y con sendos mantones de una vida de lutos interminables, se levantaron al unísono de sus sillas de enea. Las acompañaba un hombre también de avanzada edad. Todos se arrodillan mientras se santiguan y el sacerdote se inclina sentándose en el filo de la cama del moribundo, previo a depositar los signos de la salvación del alma en la mesita cubierta con un blanquísimo paño de bordados motivos, y donde ya el sacristán ha dejado los Santos Óleos. Don Antonio le toca la frente y el anciano esboza una pacífica sonrisa seguida de un susurro que, en aquel silencio, se percibe como una despedida. El rostro enjuto va adquiriendo paz, los surcos dejados por la vida se relajan, y el sudor de tantas jornadas “a lo que salga” se llevará a la tumba la marca eterna de la pobreza irredenta generación tras generación. -Pero tenemos nuestra casita -le decía a su mujer en los duros momentos en que la faena menguaba- Y ella, buena administradora, que por obligación ha de serlo quién en lo poco vive, le daba un casto beso en la frente. - Rosario, debías haberme avisado con más tiempo -le dice nuestro cura en voz baja ante la imposibilidad de administrarle la comunión- - Anoche preguntaba por sus hijos, Don Antonio -respondía la anciana esposa entre contenidas lágrimas- de camino están los varones, pero la niña y la nieta están aquí contigo, le dije, y a partir de ahí es como si se durmiera hasta que ha llegado usted. Paca, mi vecina, se acercó ayer por la mañana y le avisó pero… -No pasa nada, ahora recemos por su tránsito en la paz de Dios. -Por la tarde iba a llegarse mi hija, pero me dijeron que tenía usted un bautizo... - Habría venido Rosario, pero no te apures más, a él lo acogerá el Señor con comunión o sin comunión. Dichas estas palabras, tomó los Santos Óleos y ungiendo frente y manos, dio a Santiago la extremaunción. El sentido Credo comenzado por el sacerdote y rezado en tan pequeña estancia, me conmovió sobremanera “…el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.” | Aquel anciano exhaló su último suspiro y yo lo había contemplado sin inmutarme. No sentí miedo, temor ni angustia al presenciar tan de cerca su partida… todo había transcurrido de forma natural y en paz ¿Así era el morir? ¿Mis nueve años no alcanzaban semejante trascendencia? Me pareció como si todo estuviera sincronizado. ¿El alma? ¿la resurrección de la carne? ¿la vida eterna? La fe. Salimos de la casa y dejamos atrás la voz del hombre que había permanecido silencioso, de pie observándolo todo y ahora posaba sus manos sobre las del difunto: adiós, hermano, descansa en paz. Los llantos contenidos de las tres mujeres se unían al murmullo de las vecinas en la calle, que acudían al consuelo ante la pérdida de “un buen hombre”, “qué lástima, los hijos no van a llegar para despedirse de su padre” “El mayor viene de Barcelona” “Sí, los otros dos estaban en la siega en la campiña de Córdoba”… “Es la vida…” A la ida, volaban los interrogantes sobre el destino de nuestra misión, a la vuelta a la iglesia, ya era sabido por todo el vecindario quién estaba en el trance del bien morir. De este modo, las reverencias llevaban aparejadas caras acorde a la circunstancias y hasta el monaguillo imprimía una cadencia más pausada al toque de la campanilla. Sus otros tres compañeros, enfilaban hacia las cuerdas de las campanas para hacer sonar el toque a difuntos: Dooon…, diiin…, daaan… Din, din. Al día siguiente, Santiago, también traspasaba, y por última vez, el dintel de aquel su modesto hogar, asido, el sencillo ataúd, por cuatro amigos de afanes y julepes de perra gorda. Allá al fondo, en la diminuta cuadra, aún permanecía Lucero, el burrito que le llevaba jornada tras jornada al tajo y después de vuelta a casa; en el rincón del patinillo, las botas de tachuelas reposaban junto al palanganero y su palangana donde Santiago, cada tarde, había hecho las abluciones de tantos sudores seculares. Esas botas, teñidas del polvo rojizo de los campos saturados de óxido de hierro, quedaron abiertas, con sus cordones sueltos en una espera eterna en la que ya permanecerán para siempre, como si de una antigua foto se tratara y sin poder hundirse nunca más en el surco del arado de tierra ajena. Esa tierra que ahora, por siempre suya, en breve le cubriría, fundiéndose con él en un solo ente universal. El olor a eucalipto aromatizó su despedida triunfal hacia la prometida mejor vida y lo acompañó en todo el recorrido, a hombros, por el paseo de tan majestuosos árboles camino del camposanto. La brisa de aquella tarde de verano bajaba de la sierra y resultaba agradable, aunque apagara las velas de los ciriales, uno de los cuales portaba yo. Detrás de nosotros, oyendo el sordo murmullo del nutrido cortejo fúnebre, aventuré a pensar que daban cuenta de las bondades del difunto. Hasta las primeras espigas de aquel verano, ya doradas, pudo llegar la vida terrenal de Santiago, y alguien, que bien debía conocerlo, puso un manojo entrelazado en los brazos del Cristo en la cruz, anclado sobre la tapa del féretro que, poco a poco, las paladas de, ya su tierra, iba cubriendo para acompañarle en el eterno descanso. Al cierre de los dos días, y en mi inocencia, sentí que había sido partícipe de algo trascendente y que, de pronto, me había hecho mayor. Ante mi, y tan de cerca, habían pasado el principio y el final de la vida, y eso debía ser importante. Al menos me lo pareció. Larga y gozosa vida a María del Carmen. |