Solo por encontrarme con los viejos amigos y retomar la Primavera, merece dar una vuelta por El Pedroso en este Mayo, tan lejano por otra parte de aquellos Mes de María, donde el olor a nardos y azucenas salía a borbotones por la puerta de la Iglesia. Estos encuentros van siempre acompañados de una cerveza (mejor dos) en el Pescaero, el Casino, Emilio, el Cruce… ¡será por buenos bares en nuestro pueblo!. Y aunque las conversaciones comienzan por la cansina (y ya pertinaz) actualidad catalana, siempre terminamos echando la vista a “aquellos tiempos” en los que, como dice uno: “¡qué bien vivíamos cuando vivíamos mal!”. Hoy la charla ha derivado a los olores y sabores. Así, Felipe, cuando pasa por una droguería, percibe en su nariz la tienda de mis padres. Le digo que el amor tira mucho y que eso son los recuerdos de cortejar a Trini… Y entre tinto, cerveza y tapa, cada cual va olfateando en su pasado. Entonces los olores, como los juegos, se acomodaban a las estaciones del año. Ni se te ocurría jugar a las bolas en invierno, los sabañones frenaban hasta al más avezado. De este modo, un lugar adecuado para jugar en invierno podía darse sobre las cálidas planchas de orujo que se amontonaba en el Molino del Cristo. Me recuerdo junto a Eduardo y José Ignacio, subidos a aquella montaña de donde emanaba el vapor de los residuos del prensado de la aceituna, marcados aún por la forma del capacho. Desde finales del otoño a bien entrado el año, el pueblo olía a molino de aceite, centro final de la actividad que bajaba del cerro en sacos de yute a lomos de burros y mulos. Hasta la tarde, que las eslomás eran las cogeoras. Muy atrás quedaba el olor del almuerzo con la frugal sardina y el pan, tostao él y asá ella al calor del ramón, pero divertidas llegaban al pueblo tras acabar la jornada y aún con fuerzas para perseguirnos al recibirlas con aquellas letrillas: "Las cogeoras del pío pío, bajo los pantalones llevan un nío... " Y que al completo puede que fueran así: Las cogeoras del pío pío ¿cuantas fanegas habéis cogío? Fanega y media porque ha llovío Las cogeoras del moño alto debajo las enaguas llevan un lagarto. Y a los pocos meses, quedaban lejos los frágiles carámbanos pisados por las botas de tachuelas, alpargatas y herraduras. Pasada "la aceituna" y su dominancia olfativa, la primavera se anunciaba con brochas, pinceles y olor a aguarrás y linaza en las puertas, Glasol o Politus en los muebles, cal pa la fachá y las bajeras, y pintura colorá pal zócalo. Y por fin ahí estaba la fragancia que llegaba desde el patio de la casa, porque antiguamente las flores tenían olor... a flores del patio y a canto de jilguero. Aunque verdaderamente, la explosión aromática estaba por llegar en uno de los tres jueves que brillaban más que el sol. El día del Corpus te despertabas impregnado de romero, cantueso y tomillo entrando por la ventana. Lucidas colchas engalanaban balcones puertas y ventanas, macetas de pilistras y geranios salían a la calle en tan sonado día al paso de la Custodia bajo palio. (Aunque desplazada al domingo, continúa la tradición, colocándose pequeños altares en el recorrido procesional). Intensa pero fugaz era esa fiesta, pues el viernes volvía de nuevo el aroma, o mejor, el efluvio a berza y puchero de cada mediodía percibiéndolo por doquier. Y aunque el de unas casas era más denso que el de otras (todo dependía de lo lavado que estuviera el hueso de jamón) llegaba a las narices de los chavales, que al salir de la escuela nos encaminaba como carpantas a nuestros respectivos hogares. Las tardes eran agarbanzadas y densas, como el olor del desechado tocino añejo del cocido, que pronto se haría jabón. Y de nuevo el olor a escuela. Más penetrante que el de la mañana siempre camuflado por la intensidad del Varón Dandy de Don Luis el maestro. Si te tocaba batir la leche en polvo en aquella enorme olla de aluminio, aspirarías su acidez melosa que invitaba a meter dos dedos en la barrica de cartón que lo contenía, para llevar a la boca una ración de su sabor acre y desabrido. Una vez adherido al paladar junto al bocado de queso americano, formaban una pasta adecuada para hacer un molde dental. Si inoportunamente llegaba el maestro, se producía un momento difícil que descolocaba los sentidos (y las órbitas oculares) antes de deglutir semejante bolo. Sólo con recordarlo salivo aquellos tiempos. ¿Que digo? Sólo con recordarlo me vuelven a saltar las lágrimas. El humor acompaña la segunda cerveza, necesaria para pasar el trago de los tertulianos. A las cinco, la salida era en desbandada por la cuesta abajo del callejón del Latero, o en llano por la calle de Pepito. A esa hora nuestro olor llevaba sudores de recreos y carreras, de escondites, de piolas, indios, vaqueros, policías y ladrones, de lápiz y gomas Milán.., que al llegar a casa se integraba en uno más intenso, el de la lejía que perduraba en la cocina tras el fregado. | ¡La lejía, cuánta higiene proporcionó y cómo saturaba las pituitarias! desde la entrada hasta el patio, con la siempre limpia corriente que recibía, rodilla en tierra, la algofifa de tarde, como preámbulo del olorcillo vespertino a café de puchero, momento en que la achicoria se convertía en la reina de los diez minutos de relax para nuestras madres. En aquel tiempo todo tenía olor, no como ahora que ni la mierda huele a lo que debe oler, limpiada con toallitas perfumadas y otros desechos contaminantes que tiramos al retrete, para encontrarlos un rato más tarde en la veraniega playa donde no sabes si hueles a sardinas, o las sardinas huelen a bronceador. Una diferencia importante a cómo olía la sombra de la jiguera entre baño y baño en la alberca del Bañuelo, la huerta Andrea, la Noria o la de Manuela, la de la huerta, claro. Era el olor del verano, acompañado del sonido de la maja en el dornillo del gazpacho. El tac, tac, tac... paciente, comienza a dar resultado, el ajo explota, el pimiento suaviza, el tomate aligera, tac, tac, tac... su puñaito de sal que con el crac crac cambia por un momento el tac, tac; su buen chorreón de aceite del año, remueve y amasa con esa miga de pan dan ca Madruga, al que el agua fresca del pozo quitó el asentao de anteayer. Y ahí queda eso, más que revuelto, envuelto todo en las fragancias de las verduras, porque han de saber que antiguamente el tomate olía a tomate, incluso sabía a tomate. -Anda niño, llégate a por vinagre an ca Eloisa Valé. Ummm ¡qué bueno es dar un chupetón al corcho de la botella!. -Toma una porra, por lo bien que has hecho el mandao -Decía la tita Estefanía-. Nada como aquel rico bocado que emanando frescura del dornillo, llenaba la cocina con su aroma y punzaba las papilas gustativas. No, no piensen en el salmorejo, mojar un trozo de corteza de pan en la masa de aquel gazpacho, era otra cosa. -Pues yo pasó al invierno directamente - dice otro de los narradores-. A mí los recuerdos me los trae el parchís, hace tiempo que no juego, pero siempre lo relaciono con el olor de la alhucema cuando jugábamos en la acogedora camilla al calor del brasero… evidentemente no existía la tele. Dale un meneo... y al instante la badila en la mano experta de mi abuela removía el cisco encendido, que rociado con unos granitos de esa semilla, sacaba los malos humos (tufos) impregnando el ambiente de aquel agradable olorcillo. Y al instante: -Me voy a poné las polainas que me van a salir cabrillas. -Escucho lo que decís y también tengo olores retenidos en el imaginario, tercia alguien que se incorpora al grupo. -En los inviernos, yo olía a “agua de leña”. Y es que de pequeño percibía que el agua caliente olía a leña. Seguro que fue de escuchar a mi padre cuando venía de trabajar en la mina: -Niña, pon un poco de leña al agua. De modo que días atrás, cuando vi en el “Jueves” un barreño de cinc como aquel en el que mi madre me escamondaba, no me vino el aroma a Heno de Pravia, olí a agua de leña… -Pon cuatro más aquí. -¿Tu sigues con el tinto? -No, yo ya me voy que han llegado los nietos y son las tres. -Tanta prisa ¡Que esperen los nietos! -Bueno venga, pero la última, que llevo dos tintos y tengo un bolillón que paqué… -Es que ya no estamos pa ná. -Y que lo digas. Pregúntale a mi parienta… -Ponle una copa de esos nuevos tintos de Cazalla. -Bueno, mejor no le preguntes a mi parienta. Asoma la nariz a la copa, la hace oscilar, mira el tono rojo guinda del vino y sorbiendo un poco: -Ummmm... qué notas a violeta, qué retrogusto con ese aroma a ciruela madura y toques de dátiles que le da un sabor goloso de tanino maduro... -Pasmao mas dejao, pero me da que lo que quieres decir es que este tinto no es el de aquellos calimochos de Savín sin Casera ni na de na. -Y así, en directo, un vaso de los de agua que Sedano el del Casino, te ponía a rebosar. Era un líquido color polvos coloraos como con los que tu padre hacía las pinturas pa los zócalos... ¡qué aroma, qué retrogusto! -Dejaos de drogas duras que os habéis perdido en la loca juventud, volvamos a la infancia- apostilla otro de los presentes. ...aquella en que la sed olía a botijo de barro, aquella en que la luz que iluminaba los rincones de las casas (que la eléctrica iba y venía a su gusto) olía a carburo o petróleo, aquella infancia en que el cagar olía a estercolero y los deberes, al menos para mí, eran una mezcla de boñigas de mulo y el dulce olor de las perrunillas que mi madre guardaba en la alacena. Y perdonen por lo expresivo pero es que no fallaba, cada atardecer, cuando la enorme bestia recorría los siete metros entre el zaguán y el paso hasta la cuadra, con su cadencia sonora de las herraduras sobre los rebollos de piedras, parecía rebelarse contra mi padre por la dura jornada: -¡Joío mulo este! y de inmediato salía mi madre, recogedor y escoba en mano. -José Manué, llena aquí. -A mí una clara que ya no me aclaro… -Dos -A mí ya sin alcohol y sigo: -Y allí estaba yo, sentado en la camilla a la luz del quinqué, levantando la vista del cuaderno para contemplar aquel oscuro ano descargando redondas bolas de heno digerido, y cómo su olor robaba el ya dicho dulce aroma de las perrunillas aún calentitas. -¿Cómo van esos deberes?, decía mi padre. Nunca respondí, lo hacía mi madre con una orden: -¡Hala, a bañarte! Los deberes terminaban siempre con la llegada del mulo y de mi padre. O viceversa. Y después del baño, la muda calentita recién quitada de la alambrera y perfumada a espliego. Los aroma de mi hogar. -¿Las cuatro? ¡Madre del Amor Hermoso! a estas horas ya no me van a dejar entrar en la casa. -Y además castigao sin comer. Te veo cenando el cocido, dice el tabernero. -Bueno, otro día seguimos, diré que he estado con vosotros por si sirve de algo. -Apañao vas. -Ahí os quedáis. De nuevo, la voz detrás del mostrador anuncia: -Eso de "ahí os quedáis" nada de nada. Estos se van a su HOGAR, ¡pero ya!, que del cocido no van a encontrar ni el AROMA. |
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