A pocos domingos del de Ramos y con un sol espléndido tras tantas lluvias, escudriño en el Rastro el sueño de alguna ganga metiendo las manos entre la nostalgia, cuando de pronto apareció él. Ajado, eso sí, pero esta mañana allí estaba aquel álbum con todos sus cromos bien pegados en cada hoja, reclamando un nuevo dueño. Me dio por pensar en el niño que soñó en completarlo ¡y lo consiguió! Lo imaginé saliendo del cine, conmovido por la historia y preguntándole a sus padres si finalmente Marcelino pan y vino, se muere o el Señor lo lleva al cielo solamente para ver a su madre. La respuesta fue brutal: las dos cosas. De poco sirvieron las explicaciones de que …el amor y la fe trascienden lo terrenal para que se cumplan los deseos más profundos… Otros jirones de vidas se acumulaban sobre la improvisada mesa del puesto del chamarilero. Y entre ellos una caja de viejas fotos: un niño en bucólico paisaje creado por algún fotógrafo con ingenio, el soldado en la mili con fusil en mano, otras de adustos uniformados, más allá la de los recién casados con la sonrisa justa para salir en la foto y que tantos años permaneció en el marco sobre el mueble-bar de formica que tenían en el salón-comedor, aquella otra en que ella le promete amor eterno a la espera de que... a la llegada de la presente te encuentres bien yo bien gracias a Dios… Sueños todos llenos de ilusiones pero que habían finalizado allí, como si fueran lápidas en un cementerio olvidadas por parientes desafectos, llenas de jaramagos y flores marchitas. Quizá aquel niño de la foto era el dueño del álbum y ante la historia en la que el crucificado bajaba del madero, con el que Marcelino departía sus cuitas, soñó con una muerte más trascendente. O quizá la tuvieron la pareja de la foto de boda, de austero traje él y vaporoso organdí ella… allí también estaban los sueños que alcanzaron unos o los que quedaron incumplidos para otros. Lo cierto es que todos habían acabado en aquella caja como si se tratara de un muestrario del olvido, el desafecto y la intrascendencia a la espera de que algún chiflado como yo los acogiera en el museo de la morriña. Pero resulta que esa tristeza siempre me abruma, así que allí los dejé, entre los dedos de otro rebuscador de sueños o nostalgias, mientras Pablito Calvo seguía en la portada extendiendo su mano con el trozo de pan que ofrecía al crucificado a la espera del milagro por parte de los espectadores que, dicho sea de paso, no paraban de comer pipas sentados en aquellas sillas de enea del cine de verano, para disfrute de alguna que otra hematófaga chinche. Con todo, eran tiempos de sueños, por mucho que hoy chinche. Pero ¿qué son los sueños? A la vuelta de mi rastrense paseo, y tras una mañana sin carga destacable, me acoge para un descanso la paz de San Millán y San Cayetano, iglesia de cien avatares entre Mendizábal, gabachos e incendiarios del 36 pro “un mundo mejor”. Mi fe es ya muy débil, pero al ver a un Cristo lacerado, busco a Marcelino entre los bancos solitarios. El Cristo no porta la cruz, está sujeto a ella que se yergue a su lado, clavada al suelo donde se retuerce una serpiente de infernales fauces. Bajo su pie izquierdo me llama la atención un cráneo. Pienso en la representación simbólica que el artista quiso transmitir. Me aventuro a pensar que el hombre-dios o Dios hecho hombre, humillado, vejado, lleno de llagas tras los azotes, finalmente y en esa actitud, demostraba haber vencido a la muerte. Y todo aquel sufrimiento lo hacía por la humanidad en un acto redentor. | Cristo de Serradilla en San Millán y San Cayetano de Madrid. Foto de la web de la Parroquia del mismo nombre. Un turista ha entrado, se pasea por la solitaria iglesia y fotografía cuanto le atrae. Se para ante el Cristo de Serradilla (que así se llama al que contemplo, copia del tan reconocido en este pueblo extremeño). Fotos de frente, de perfil, más cerca, más lejos... en alguna debo haber salido. Seguro. A Marcelino también le ha fastidiado esta intrusión que casi rompe la magia. A veces, una iglesia abierta, para quienes antaño vivimos en la religión cotidiana, la de andar por casa, la ya olvidada de ir a misa los domingos y fiestas de guardar, o la de confesar los pecados al menos una vez al año y comulgar por Pascua florida... no comer carne los viernes de cuaresma... y la de tantos olvidos..., a veces, digo, una iglesia abierta, nos brinda la oportunidad de la meditación. En este momento, solo estamos mi imaginado Marcelino y yo. Bueno, y el turista, que a estas alturas debe haber llenado de megas la tarjeta de almacenamiento de la cámara con unas fotos que se perderán en el ciberespacio sin, ni siquiera, tener la posibilidad de verlas en un puesto del Rastro, aunque mejor así, que trascender para eso... mejor diluirse en píxeles. Me quedo un rato más ante esta imagen de muerte y resurrección pues, aunque trágica, es más esperanzadora que las otras de la mañana, algunas hasta en papel baritado o a la albúmina, nada importaba porque ya os dije que todas yacían en aquella caja a modo de féretro, eternamente muertas en el olvido. Miro a mi alrededor. Ya no hay nadie. Aun así tengo la sensación de que no estoy solo, pero ni a Marcelino percibo. La potencia del momento me conmueve, sin embargo y al instante, mi mente me traiciona, en vez de una oración se acerca Segismundo con lo que le sopla al oído Calderón: (...) ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. Salgo, el bullicio dominguero termina por romper con todo. Poco más allá me atrae un rótulo en un portal: MEDITACIÓN PARA SER FELIZ Taller de meditación y mindfullness. Curso de meditación Zen. Y me da por preguntarme que a dónde habría ido Marcelino, en este tiempo que hoy vivo, para recuperarse del dolor por la pérdida de su madre. ¿También al cielo o habría preferido este taller de MEDITACIÓN PARA SER FELIZ? Nuevos tiempos. |
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