TOMÁS L. CHAVES ANTOLÍN. Miradas al pasar.
  • EN AQUEL TIEMPO (blog)

Entre Marcelino y Segismundo

23/3/2025

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A pocos domingos del de Ramos y con un sol espléndido tras tantas lluvias, escudriño en el Rastro el sueño de alguna ganga metiendo las manos entre la nostalgia, cuando de pronto apareció él. Ajado, eso sí, pero esta mañana allí estaba aquel álbum con todos sus cromos bien pegados en cada hoja, reclamando un nuevo dueño. Me dio por pensar en el niño que soñó en completarlo ¡y lo consiguió!
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Lo imaginé saliendo del cine, conmovido por la historia y preguntándole a sus padres si finalmente Marcelino pan y vino, se muere o el Señor lo lleva al cielo solamente para ver a su madre. La respuesta fue brutal: las dos cosas.
De poco sirvieron las explicaciones de que …el amor y la fe trascienden lo terrenal para que se cumplan los deseos más profundos…

Otros jirones de vidas se acumulaban sobre la improvisada mesa del puesto del chamarilero. Y entre ellos una caja de viejas fotos: un niño en bucólico paisaje creado por algún fotógrafo con ingenio, el soldado en la mili con fusil en mano, otras de adustos uniformados, más allá la de los recién casados con la sonrisa justa para salir en la foto y que tantos años permaneció en el marco sobre el mueble-bar de formica que tenían en el salón-comedor, aquella otra en que ella le promete amor eterno a la espera de que... a la llegada de la presente te encuentres bien yo bien gracias a Dios… 
Sueños todos llenos de ilusiones pero que habían finalizado allí, como si fueran lápidas en un cementerio olvidadas por parientes desafectos, llenas de jaramagos y flores marchitas. Quizá aquel niño de la foto era el dueño del álbum y ante la historia en la que el crucificado bajaba del madero, con el que Marcelino departía sus cuitas, soñó con una muerte más trascendente. O quizá la tuvieron la pareja de la foto de boda, de austero traje él y vaporoso organdí ella…  allí también estaban los sueños que alcanzaron unos o los que quedaron incumplidos para otros. Lo cierto es que todos habían acabado en aquella caja como si se tratara de un muestrario del olvido, el desafecto y la intrascendencia a la espera de que algún chiflado como yo los acogiera en el museo de la morriña. Pero resulta que esa tristeza siempre me abruma, así que allí los dejé, entre los dedos de otro rebuscador de sueños o nostalgias, mientras Pablito Calvo seguía en la portada extendiendo su mano con el trozo de pan que ofrecía al crucificado a la espera del milagro por parte de los espectadores que, dicho sea de paso, no paraban de comer pipas sentados en aquellas sillas de enea del cine de verano, para disfrute de alguna que otra hematófaga chinche.
Con todo, eran tiempos de sueños, por mucho que hoy chinche. Pero ¿qué son los sueños?
​

A la vuelta de mi rastrense paseo, y tras una mañana sin carga destacable, me acoge para un descanso la paz de San Millán y San Cayetano, iglesia de cien avatares entre Mendizábal, gabachos e incendiarios del 36 pro “un mundo mejor”.
Mi fe es ya muy débil, pero al ver a un Cristo lacerado, busco a Marcelino entre los bancos solitarios. El Cristo no porta la cruz, está sujeto a ella que se yergue a su lado, clavada al suelo donde se retuerce una serpiente de infernales fauces. Bajo su pie izquierdo me llama la atención un cráneo. Pienso en la representación simbólica que el artista quiso transmitir. Me aventuro a pensar que el hombre-dios o Dios hecho hombre, humillado, vejado, lleno de llagas tras los azotes, finalmente y en esa actitud, demostraba haber vencido a la muerte. Y todo aquel sufrimiento lo hacía por la humanidad en un acto redentor.
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Cristo de Serradilla en San Millán y San Cayetano de Madrid. Foto de la web de la Parroquia del mismo nombre.
Un turista ha entrado, se pasea por la solitaria iglesia y fotografía cuanto le atrae. Se para ante el Cristo de Serradilla (que así se llama al que contemplo, copia del tan reconocido en este pueblo extremeño). Fotos de frente, de perfil, más cerca, más lejos... en alguna debo haber salido. Seguro. A Marcelino también le ha fastidiado esta intrusión que casi rompe la magia.
A veces, una iglesia abierta, para quienes antaño vivimos en la religión cotidiana, la de andar por casa, la ya olvidada de ir a misa los domingos y fiestas de guardar, o la de 
confesar los pecados al menos una vez al año y comulgar por Pascua florida... no comer carne los viernes de cuaresma... y la de tantos olvidos..., a veces, digo, una iglesia abierta, nos brinda la oportunidad de la meditación. 
En este momento, solo estamos mi imaginado Marcelino y yo. Bueno, y el turista, que a estas alturas debe haber llenado de megas la tarjeta de almacenamiento de la cámara con unas fotos que se perderán en el ciberespacio sin, ni siquiera, tener la posibilidad de verlas en un puesto del Rastro, aunque mejor así, que trascender para eso... mejor diluirse en píxeles.

Me quedo un rato más ante esta imagen de muerte y
resurrección pues, aunque trágica, es más esperanzadora que las otras de la mañana, algunas hasta en papel baritado o a la albúmina, nada importaba porque ya os dije que todas yacían en aquella caja a modo de féretro, eternamente muertas en el olvido.

Miro a mi alrededor. Ya no hay nadie. Aun así tengo la sensación de que no estoy solo, pero ni a Marcelino percibo. La potencia del momento me conmueve, sin embargo y al instante, mi mente me traiciona, en vez de una oración se acerca Segismundo con lo que le sopla al oído Calderón:
(...)
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.

Salgo, el bullicio dominguero termina por romper con todo. Poco más allá me atrae un rótulo en un portal: MEDITACIÓN PARA SER FELIZ

Taller de meditación y mindfullness.
Curso de meditación Zen. 


Y me da por preguntarme que a dónde habría ido Marcelino, en este tiempo que hoy vivo, para recuperarse del dolor por la pérdida de su madre. ¿También al cielo o habría preferido este taller de MEDITACIÓN PARA SER FELIZ?

​Nuevos tiempos.
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LA ÚLTIMA VEZ QUE JUGUÉ A LA LIMA

1/11/2023

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Tomás L. Chaves Antolín

(Ilustraciones Tau Cruz)

Dedicado a los amigos que  se fueron demasiado pronto a jugar por esos cielos de Dios.
Pepe Neyra, Carlos, Vale, Gaudencio, Celes, Luis, Marcelino, Anselmo, Joselín, Andrés, Juani, …

Antes de entrar en el relato daré  un apunte para quienes no sepan de qué iba EL JUEGO DE LA LIMA.
Como tantos juegos de calle de una infancia sin depredadores tecnológicos, mentales o físicos, LA LIMA era uno de aquellos divertidos juegos estacionales. Sí, porque los había para cada estación del año y su circunstancia. En concreto, este, requería suelos de tierra con la humedad adecuada. Por tanto, con las primeras lluvias otoñales, las desechadas limas de los talleres se convertían en auténticos tesoros. También se le conocía por EL TRIÁNGULO, dada la forma del mencionado instrumental.
Por otras zonas tenía su complejidad con reglas cuasi federativas, pero en mi pueblo (y ojo, en aquel tiempo, porque después al parecer se sofisticaron) íbamos directos al grano.
Se comenzaba marcando un rectángulo en el suelo con la punta de la lima. Las dimensiones eran indeterminadas aunque no solía pasar de un metro por sesenta centímetros, más o menos, a partir de ahí los jugadores, al caso el jugador que le tocaba primero y dentro de esta “cancha”, lanzaba la lima para hincarla y desde ese punto trazaba el territorio conquistado y así sucesivamente, cuanto más pequeño era el espacio que le quedaba por conquistar (dentro del que tenías que tirar la lima) más posibilidades de errar... y así hasta que fallaba por clavarla en lo conquistado, fuera del campo o en línea, dando paso al siguiente contrincante. Ganabas cuando ya no cabía el pie en el espacio; en esos momentos finales, era cierto el riesgo de accidente. Menos mal que el invierno no era época de alpargatas sino de aquellas duras botas de cuero y con tachuelas, que el zapatero Carrasco hacía a medida, eso si eras el mayor de los hermanos, si no, te venían heredadas... hasta de primos o vecinos, que éramos "mu" 
ecologistas "in illo tempore".
Y ahora, ya os cuento una de aquellas tardes de un noviembre de los años cincuenta del pasado siglo... y algo más.

- Niños, quitaos de ahí que como se me escape la plancha vais a salir perjudicados más de uno.
​

Y así podía ser, porque Josefa, cada día y justamente a las seis de la tarde, comenzaba a  encender el carbón de aquel artilugio balanceándolo con energía y alternando el brazo derecho con el izquierdo, en los 180⁰ o más que la articulación le permitiera.
Cuatro casas más allá otra vecina se empeña en la misma tarea. Sí, es la hora de la plancha.
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- Nosotros estábamos aquí antes que usted – le dijo Jaime, el más descarado de los chiquillos que jugaban a la lima en el empapado suelo por las recientes lluvias.

- Oye, qué fresco eres Jaimillo… Anda y sal de ahí pero ya, que te voy  dar dos azotes en el culo antes de que te los de tu madre.

Finalmente optaron por moverse una casa por cima, y al poco la vecina Luisa sale a encender el brasero… al igual que otras de la calle.

- Niños echarse pa un lao que como le deis al brasero vamos a tener capea.

- Señá Luisa – de nuevo Jaime – póngase usted más allá que nosotros estábamos aquí primero.

- ¿Vosotros aquí primero? ¡Qué puñeteros niños! ¿Cuándo habéis llegao vosotros? -Interroga apremiante ella, sin mirarlos, mientras echa el cisco en el recipiente metálico, lo acumula en forma cónica con la badila, pone unos palitos sobre el cuidado montón y tras gastar media caja de cerillos lo prende, que el airecito que entra por el recodo de la calle hace embudo y no hay manera -

- Pues hace un rato grande – contesta ahora Antoñín -

- Embustero -interviene Josefa que ya tiene al rojo vivo la suela de la plancha con tanto meneo - acabo de echarlos yo de mi puerta.

- Buenooo… - de nuevo la señá Luisa - pero si yo llevo aquí ochenta años y ni me he movido del sitio.

- Eso no es verdad y mentir es pecado – dice Ricardín, el más modosito – que lo ha dicho don Pedro el cura en la misa del domingo pasao.

Con la conversación, nadie se ha dado cuenta de la presencia que se aproxima. Carmen, con un cántaro en el cuadril, y otro sobre la cabeza en profesional equilibrio, también interviene, sin percatarse que el sacerdote la precede a pocos pasos.

-¡Qué sabrá el cura de pecaos! - comenta riendo, a lo que Josefa responde de inmediato con una sonora carcajada, ante el panorama.

-¿Que no sabe? - Anda que no, ese sabe más que tú y que yo… ¿Verdad Don Pedro?

- Buenas tardes Josefa y la compaña.

El apuro de la portadora de los cantaros casi provoca un accidente al oír la voz detrás de ella.

- ¡Ay por Dios, usted perdone!

Las risas son contagiosas mientras el ministro del Señor les contesta socarrón.

-Tenéis razón las dos, eso sí, mañana os quiero ver comulgando y limpias de pecado.
​
Los pequeños parece que están a lo suyo pero en ese momento es preceptivo besar la mano del párroco, aunque este, recién terminado el seminario, se apura con el agasajo y amablemente los elude cuanto puede.
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Carmen tampoco da pie con bola.
- Pero joios po larma, echaros pa un lao, verás que… me vais a clavar la lima en un pie. Anda iros más allá que estáis en la puñetera puerta y… no, si me caeré con cántaro y tó. Vamos, tu y tu hermano a recogerse.
Buenas noches Don Pedro.
​Y sin jaleo que la hermanita está dormida.

​Sí, la tarde cae y la noche se viene encima con el aire de aquel frío día de noviembre oliendo a braseros y chimeneas, a tufo acallado por la alhucema, a carbón de las planchas venteadas en las puertas de la calle, a molienda  de aceitunas… y a puchero de achicoria.

De la sierra bajan los últimos hombres con sus bestias cargadas de sacos llenos del fruto del olivo y hace rato que volvieron las cogeoras, a las que aún queda día en las tareas del hogar.

Un escamondao no es suficiente para sacar el tinte de las maduras gordales, picudas y hojiblancas, de los dedos y manos. Y hasta con asperón y estropajo tiene que ser hoy, que mañana es domingo y hay que estar un poquito presentable para ir a misa… ¡y comulgar!

Robledo se asoma a la puerta con el pelo mojado y secándolo con una toalla reclama a su vástago.

- Niño, pa dentro ¡ya! que hace una semana que no te lavas y hoy te toca. Vengaaaa, que tengo la olla en la candela y el lagarto esperándote. Y vosotros a vuestra puñetera casa que están bajando los lobos de la sierra a comerse a los niños desobedientes.

- Mamá, que no se pueden decir mentiras – insiste Ricardín-

- Andaaa, meste vé, me parece que tú vas pa cura con tantos sermones a tor mundo. ¡Hala, pa dentro y déjate de pamplinas!

- Ofú mamá, es que las vecinas no nos han dejao jugar a la limaaa... – Se lamenta.

- Han hecho bien. No te lo voy a repetir, pa dentro ya pero ya. Y tú, Josefa, deja de aventar la plancha que se te va a alargar el

brazo y te quedarán cortas las mangas. ¡Qué mujé! Poquitas ganas tienes tú hoy de planchao.

- Tienes razón, ninguna, pero pa algo me dará lo que queda de día. Y calla ya puñetera, que estás siempre despotricando.

- Ea, que descanséis – dice la señá Luisa cogiendo las asas del brasero con dos manoplas disponiéndose a entrar en su casa- 
​

- ¿Descansar? – le contesta Josefa – pues no
 me queda a mi plancha hasta acostarme… Y
Antonio ¿cómo anda?


- Andar anda poco el pobre mío. Está mu incapá pero la cabeza la tiene mu bien. Son 90 años ya Josefa, 90.

- Bueno mujé, pero no teniendo otros males se puede con tó. He echao dos puñaos más de garbanzos, así que mañana os paso unos platos de cocido con tos sus avíos. Y ya sabe usted, cualquier cosa me da una voz por el corral y me acerco.

- Y tú, Jaimillo, ajila pa dentro.

- Ojú madre – dice el aludido encorvado y con los brazos colgando- si ni siquiera nos habéis dejao jugaaaar…

-Mira, no te pongas amanglanao que me da mucho coraje.

- Gracias hija, Dios te lo pague. Ay, estos niños, no les quea na que pasá…, voy pa dentro yo también Jaimillo, y recógete antes que a tu madre le dé el avenate. Buenas noches.

Los demás chavales comienzan a retirarse también, y en boca de todos se oye el mismo lamento al que tarde o temprano habrá que dar solución:


- Otro día sin poder jugar a la lima.

- ¡Y encima dicen que van a adoquinar la calle! ¿Qué vamos a hacer?

- Pues irnos del pueblo.

- Eso, como mi padre, que dice que en cuanto ponga el camión a punto se va a trabajar a Barcelona, seguro que allí nos dejan jugar a la lima.

- No sé yo si aquello ya estará lleno de adoquines.

- ¿Tú crees?

- El mío se va a Alemania… ¡anda que pa adoquiná Alemania con lo grande que es…

- ¡Y lo lejos que está para llevar allí los adoquines desde el pueblo! Que yo lo he visto en el mapa -argumenta Antoñín que bien sabe de eso, para algo es hijo de picapedrero y autoridad en la materia.

- Pues mí tía Eloísa se ha ido a Vigo.

- ¿Y dónde está Vigo?

- Mi abuela dice que más allá de Barcelona.

- Uff...!

Y en esas, entre viajes, planchas, limas, adoquines que los habrá, o no, y días pasados por agua o sol, la vida sigue.

No pasó tanto tiempo en que el padre de Manolín se fuera a Barcelona, y muchos más también lo hicieron en aquella diáspora, el mío se las apañó sin emigrar.

“El Catalán” le llamaban al tren cuando iba parriba y “El Sevillano” cuando venía pabajo. Manolo vino al año, cargó su camión con los cuatro muebles que había en la casa, los somiers, colchones, la ropa, dos garrafas de arroba de aceite de oliva, un saco de garbanzos, chacinas… y pallá arriba que se fue con toa la familia… incluido, claro está, mi amigo Manolín.

Estas partidas hacia lo desconocido solían ser de madrugada, pues no era poco el camino hasta “la tierra prometida”.

No hubo manera de que cargara el lebrillo de lavar por mucho que Carmen le insistió. No podía entender que no cupiera donde iban a vivir. Sabrá Dios donde nos lleva, le decía a sus vecinas, compungidas con tantas despedidas.
-¿Dónde te voy a llevar mujer? Pues a un piso con lavadora y todo. Como una reina vas a estar.

- Bru dice que se llama – comenta entre la tertulianas que por nada la dejarían sola en semejante momento – Mira, esta es – y les muestra la portada del folleto que le ha traído en el que se ve el dibujo del rostro de una joven feliz a modo de introducción.

- Uy, pues ten cuidao que allí son mu frescas y tú marío se lía con la Bru y te deja plantá.

- Anda joía, ¡si eso es una máquina de lavá! – y las risas relajan el ambiente de la despedida.

- Oye, perdona Manolo, que ya estaba yo malpensado… -argumenta Robledo- que hay que ponerle un poquito de guasa a la pena pa no morí de ella.
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Aquel camión, un Ford V8 olvidado en una de las naves de la mina, se salvó de la guerra nadie sabe cómo, y pasados los años volvió a la vida gracias al tesón de Manolo. Pero poca vida tenía en el pueblo, así que con él partió para Barcelona. Y no le fue mal. Volvió  un año después impecable, recién pintado y con tan hermoso rótulo luciendo Transportes MayCar que parecía tan elegante como su dueño con aquella ajustada cazadora de cuero que parecía un aviador. El interior era fascinante con los medidores en esfera metálicas sobre el negro brillante del salpicadero y cuatro óvalos enmarcando las fotos de los hijos y de Carmen su mujer. Del espejo retrovisor colgaba una gran medalla con la imagen de la Patrona de nuestro pueblo. Y el asiento corrido me pareció inmenso cuando me lo enseñó Perico, orgulloso de aquel monstruo, sin saber que era el inicio de la gran empresa de transportes que finalmente él dirigiría cuando su padre agotó su ciclo vital. ¡Cuánto trabajo hubo detrás de tanto éxito!
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El motor del viejo camión está en marcha y al completo de incógnitas por cuantos ya lo ocupan. Las ruedas que me parecían inmensas se unen al rugido y todo empieza a rodar. Las manos salen por las ventanillas dejando atrás los adioses como estelas que llegan a las caras compungidas de los que ya se ven pequeñitos en el retrovisor. En un abrir y cerrar de ojos vuelve la esquina y allí queda otro hueco vacío, uno más en aquel pueblo que iba perdiendo vida con cada vida que partía, y ya eran muchas.

Manolín se situó a la derecha de su padre junto al cambio de marchas, a su lado Carmen con la pequeña en brazos y después Perico, el mediano, todos con los ojos bien abiertos, atentos al horizonte de la mañana, amanecida con la esperanza de una vida mejor, pero repleta de inquietudes.

El sol lucia pero fue un día triste, otro más, ni Perico ni Manolín volvieron a mi escuela.

¡... cómo se pasa la vida…! Que decía Jorge Manrique.

A Manolín no lo volví a ver hasta que hizo la mili. Allí, en Intendencia, frente a los Jardines de Murillo me lo encontré. ¡Qué potra! Oí su nombre y apellidos pero casi no lo reconocía con aquel bigotito. Yo llevaba ya un año porque me fui voluntario. De mecánico estuve. Y se me ocurrió coger una lima del taller, tal que lo vi me acerco a él, sin decir nada hago un rectángulo con ella en el suelo y entregándosela le digo: toma, te toca.
El abrazo que nos dimos casi nos parte las costillas. Sin habla nos quedamos y con las lágrimas deseando salir. Y salieron.

No le fue mal la vida a Manolín y no fueron pocas las veces que en los años siguientes nos vimos en el pueblo, por su profesión, facilidades tenía para ello.

Entre sus pesares, no entendía que de sus tres hijos, la niña, que nació allí como los dos varones, renegaba de cuanto él dejó atrás y le increpaba por no haber aprendido catalán “al fin y al cabo… ¡eras un niño cuando te llevaron!... Ya ves tú lo que dejarías en este pueblucho para añorarlo tanto… y dejarnos allí en cuanto te jubilaste”. Esto les oía en la última feria cuando vinieron todos los hijos con sus nietos. No, no se callaba el ya abuelo y respuesta tuvo para su hija aunque no se ensañó: “Bien colocaos que os dejé y hasta con el AVE funcionando”.
Contestación adecuada, pensé, más aún viniendo del que fuera empleado de Renfe tan bien posicionado.

Sin duda la niña quería con locura a su padre y él no menos a ella, pero lo llevaban a su buen entender. Era el único que la llamaba Carmelita pese al rictus de Carma cada vez que en público oía semejante diminutivo. Aquello debía ser demasiado para la doctora Carmen Domínguez Cuesta… conocida en su hospital por Carma Diuminge Costa.

Me lo dijo meses antes de este fatídico día: la vida, y no mi padre, me arrancó de esta tierra pero esta hija mía, que quiere la independencia para su país, como llama a Cataluña, no me saca de aquí ni muerto.
​Y a ti, a Jaimillo, Ricardo, Juan, a Antonio y a los demás os pido por favor que, en cuanto se asiente la tierra que echen sobre el ataúd, organicéis una partida “in situ” y dejéis allí la lima conmigo.

Prometido, le dije entre risas, mientras todos porfiábamos por quién sería el primero en tomar el camino de los cipreses. Sobre el velador quedó el cerco de los vasos de aquel brindis sin alcohol y las fichas del dominó, que para la ocasión le dejó ahorcado el seis doble… quedando pendiente la revancha.

Y ahí va hoy, delante. Mientras, a mi mente llegan tantos recuerdos compartidos, que los amigos ya le añoramos. A su viuda se lo he comentado y me ha sorprendido con el ruego de hacerlo, pues fue de las últimas cosas que le dijo antes de su adiós, además de que ni se le ocurriera cambiar el nombre de su hija en la lápida, si es que en ella decidía mencionar a sus deudos, que para carma la que él iba a tener, le dijo. Y si protestaba, que le enseñara la partida de bautismo.
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Hasta pronto amigo, querido amigo, en unos días echaremos esa partida a la lima y allí quedará eternamente contigo a la espera de volvernos a encontrar y retomar el juego.
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DEL BAPTISTERIO AL CAMPOSANTO

28/2/2023

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Antes de la pandemia del Covid, visitando el museo de Navarra en Pamplona, descubrí este cuadro y a su pintor:​ Un viático en el Baztan, realizado por Javier Ciga en 1917  y  considerada una de las obras maestras del artista navarro.  Me causó profunda impresión, aparte de por la maestría de su posromanticismo realista, porque refleja de forma nítida una de mis vivencias infantiles. 
Cuatro variable anoto de diferencia con aquel recuerdo:  la puerta de aquella humilde casa de mi pueblo, era más pequeña, la sotana del monaguillo del cuadro es roja, la mía negra,  no llevaba farol y tampoco había velas. Con estas anotaciones os dejo uno más de los RELATOS INTRASCENDENTES de mi infancia, donde he intentado pintar "mi cuadro".  Espero que os guste.
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Un bautizo era siempre motivo de alegría y aquel, de María del Carmen, fue el primero al que asistí oficialmente sosteniendo la palmatoria y muy pendiente de cuanto un monaguillo, en tal menester, ha de ocuparse, que la verdad… no era mucho. Pero me gustó mi sencillo papel rodeado de las caras felices y sonrientes de los padrinos, la familia, y la sorpresa de la pequeña al recibir el agua bendita que la convertía en nueva cristiana con aquel primer sacramento.
Ni que decir tiene, que la generosidad del padrino era repartida entre los cuatro que éramos, aunque en la ocasión yo fuera el "oficiante" y por ende depositario.
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Desde que tuve uso de razón, había visto pasar delante de mi casa y en múltiples ocasiones, el pequeño cortejo de tintineante sonido, que me causaba tanto respeto, aunque no entendía muy bien cuál era el destino. Pasado el tiempo, aquel día, el que hacía sonar la campanilla era yo detrás del sacristán y al lado de Don Antonio el cura portando, bajo el bordado paño de hombros, la Eucaristía guardada en el pequeño portaviático. El destino era una humilde casa en una humilde calle. Traspasamos el dintel y nada más entrar, a la izquierda, yacía sobre un camastro un anciano que, por su aspecto, pude entender que sería la primera persona en darme noción del “más allá”.
Tres mujeres, de escalonadas edades, envueltas en prendas negras y con sendos mantones de una vida de lutos interminables, se levantaron al unísono de sus sillas de enea. Las acompañaba un hombre también de avanzada edad. Todos se arrodillan mientras se santiguan y el sacerdote se inclina sentándose en el filo de la cama del moribundo, previo a depositar los signos de la salvación del alma en la mesita cubierta con un blanquísimo paño de bordados motivos, y donde ya el sacristán ha dejado los Santos Óleos.

Don Antonio le toca la frente y el anciano esboza una pacífica sonrisa seguida de un susurro que, en aquel silencio, se percibe como una despedida. El rostro enjuto va adquiriendo paz, los surcos dejados por la vida se relajan, y el sudor de tantas jornadas “a lo que salga” se llevará a la tumba la marca eterna de la pobreza irredenta generación tras generación.
-Pero tenemos nuestra casita -le decía a su mujer en los duros momentos en que la faena menguaba-
Y ella, buena administradora, que por obligación ha de serlo quién en lo poco vive, le daba un casto beso en la frente.

- Rosario, debías haberme avisado con más tiempo -le dice nuestro cura en voz baja ante la imposibilidad de administrarle la comunión-
- Anoche preguntaba por sus hijos, Don Antonio -respondía la anciana esposa entre contenidas lágrimas- de camino están los varones, pero la niña y la nieta están aquí contigo, le dije, y a partir de ahí es como si se durmiera hasta que ha llegado usted. Paca, mi vecina, se acercó ayer por la mañana y le avisó pero…
-No pasa nada, ahora recemos por su tránsito en la paz de Dios.
-Por la tarde iba a llegarse mi hija, pero me dijeron que tenía usted un bautizo...
- Habría venido Rosario, pero no te apures más, a él lo acogerá el Señor con comunión o sin comunión.

Dichas estas palabras, tomó los Santos Óleos y ungiendo frente y manos, dio a Santiago la extremaunción.  
El sentido Credo comenzado por el sacerdote y rezado en tan pequeña estancia, me conmovió sobremanera “…el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén.” 

Aquel anciano exhaló su último suspiro y yo lo había contemplado sin inmutarme. No sentí miedo, temor ni angustia al presenciar tan de cerca su partida… todo había transcurrido de forma natural y en paz ¿Así era el morir? ¿Mis nueve años no alcanzaban semejante trascendencia? Me pareció como si todo estuviera sincronizado.
​¿El alma? ¿la resurrección de la carne? ¿la vida eterna? La fe.


Salimos de la casa y dejamos atrás la voz del hombre que había permanecido silencioso, de pie observándolo todo y ahora posaba sus manos sobre las del difunto: adiós, hermano, descansa en paz. Los llantos contenidos de las tres mujeres se unían al murmullo de las vecinas en la calle, que acudían al consuelo ante la pérdida de “un buen hombre”, “qué lástima, los hijos no van a llegar para despedirse de su padre” “El mayor viene de Barcelona” “Sí, los otros dos estaban en la siega en la campiña de Córdoba”… “Es la vida…”

A la ida, volaban los interrogantes sobre el destino de nuestra misión, a la vuelta a la iglesia, ya era sabido por todo el vecindario quién estaba en el trance del bien morir. De este modo, las reverencias llevaban aparejadas caras acorde a la circunstancias y hasta el monaguillo imprimía una cadencia más pausada al toque de la campanilla. Sus otros tres compañeros, enfilaban hacia las cuerdas de las campanas para hacer sonar el toque a difuntos: Dooon…, diiin…, daaan… Din, din.

Al día siguiente, Santiago, también traspasaba, y por última vez, el dintel de aquel su modesto hogar, asido, el sencillo ataúd, por cuatro amigos de afanes y julepes de perra gorda. Allá al fondo, en la diminuta cuadra, aún permanecía Lucero, el burrito que le llevaba jornada tras jornada al tajo y después de vuelta a casa; en el rincón del patinillo, las botas de tachuelas reposaban junto al palanganero y su palangana donde Santiago, cada tarde, había hecho las abluciones de tantos sudores seculares. Esas botas, teñidas del polvo rojizo de los campos saturados de óxido de hierro, quedaron abiertas, con sus cordones sueltos en una espera eterna en la que ya permanecerán para siempre, como si de una antigua foto se tratara y sin poder hundirse nunca más en el surco del arado de tierra ajena. Esa tierra que ahora, por siempre suya, en breve le cubriría, fundiéndose con él en un solo ente universal.

El olor a eucalipto aromatizó su despedida triunfal hacia la prometida mejor vida y lo acompañó en todo el recorrido, a hombros, por el paseo de tan majestuosos árboles camino del camposanto. La brisa de aquella tarde de verano bajaba de la sierra y resultaba agradable, aunque apagara las velas de los ciriales, uno de los cuales portaba yo. Detrás de nosotros, oyendo el sordo murmullo del nutrido cortejo fúnebre, aventuré a pensar que daban cuenta de las bondades del difunto.

Hasta las primeras espigas de aquel verano, ya doradas, pudo llegar la vida terrenal de Santiago, y alguien, que bien debía conocerlo, puso un manojo entrelazado en los brazos del Cristo en la cruz, anclado sobre la tapa del féretro que, poco a poco, las paladas de, ya su tierra, iba cubriendo para acompañarle en el eterno descanso.
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Al cierre de los dos días, y en mi inocencia, sentí que había sido partícipe de algo trascendente y que, de pronto, me había hecho mayor. Ante mi, y tan de cerca, habían pasado el principio y el final de la vida, y eso debía ser importante. Al menos me lo pareció.
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Larga y gozosa vida a María del Carmen.
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EL HOMBRE DESPLEGABLE (Pequeña anécdota de un domingo en el Rastro)

16/10/2022

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Tau Cruz
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Hoy debe haber sido un buen día para pasear por el Rastro y lo echo de menos, pero cogeré de la mano al HOMBRE DESPLEGABLE y evocaré el momento en que nos encontramos… no hace tantos años, detrás de los cachivaches que se amontonaban en el suelo de la calle, y tras una puerta entreabierta donde se vislumbraban otros mundos. Traspasé aque
l dintel con permiso de su dueño y no fue poca la sorpresa. Era otra dimensión, oculta, eso sí, a las miradas del paseante habitual y diría que en un caos mayor que el del exterior, pero donde era más fácil posar la mirada en cosas de mi interés. Buscaba libros y objetos para mi ecléctica colección al tiempo que para dotar al que finalmente sería el MUSEO DE LA ESCRITURA en El Pedroso(Sevilla). Y allí estaba, en una desvencijada estantería, entre el tomo IV de la III edición de 1737 del TEATRO CRÍTICO UNIVERSAL de Fr. Benito Jerónimo Feijooó y un viejo, completo y bien conservado ÁLBUM DE NESTLÉ. 
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Lo extraje con cuidado, pues su portada impresa y sin ninguna protección podía sufrir daños irreversibles. Lucía radiante y esplendoroso EL HOMBRE, representación gráfica de su estructura, en cinco láminas sobrepuestas.
-Encuentras algo? - oigo a mi espalda el esforzado vozarrón del dueño de aquella cueva del tesoro, mientras extrae lo que me parece un yugo que en difícil equilibrio formaba parte de semejante caos. Al sacarlo, la bujía de luz se estremece, haciendo que las sombras proyectadas den vida a tanta historia. Espero un momento a que termine el trato con el seguro comprador. La bujía calma su oscilación lentamente y las sombras que se cernían amenazadoras dan paso a que, finalmente, cliente y vendedor aúnen el ritmo, saliendo como ungidos con la pesada carga.
-Tu sigue ahí sin prisas. Pero no salgas con las manos vacías. - Me alienta tras el terremoto y aún saliendo ambos por la puerta en semejante ayuntamiento.
Y no, no saldré de vacío. Al abrir el extraño formato vertical de 43 x 19 cm. de pocas hojas y con un bigotudo señor en portada, abierto su pecho cual expoliada momia egipcia, quedé estupefacto, emocionado, y sorprendido de que aquel desplegable anatómico, fuera tan exhaustivo y estuviera en tan perfectas condiciones. Una auténtica obra de arte en el mundo de la impresión y el troquelado; todo se muestra independiente y conforme voy levantando órganos, el siguiente oculta al que le precede y así hasta… ¡qué maravilla! El corazón parece latir como el mío y como el del arqueólogo ante un hallazgo... y mucho más que el de un buscador de setas ante un roal de idems, que también sé de ello. Me calmo, ojeo otros ejemplares y objetos a mi alrededor y allí, apilado, aparece GIL BLAS DE SANTILLANA del francés René Lesage obra que finalizó en 1735 y es considerada la última gran novela picaresca de la época. El ejemplar que está en mis manos es de 1892 y su gran numero de

ilustraciones impresas en huecograbado y sobreimpresa en tinta oro, ya merece que se venga conmigo, ¿su estado? Muy aceptable.

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Y sigo admirando a mi hombre en todo su esplendor anatómico. La edición es de 1902. Busco en el móvil al editor “...Bailly-Baillière fue una librería editorial establecida en Madrid en 1848 por Charles Bailly-Baillière, como filial en España de la editorial del mismo nombre fundada en Francia por su padre...”
-Estoy seguro que vamos a llegar a un acuerdo – le digo a mi hospedador, pues por el tiempo que llevo allí dentro más parezco un huésped que un comprador. Y de eso me valgo para empezar a negociar.
¿Alquilas habitaciones? Le digo, rompiendo el hielo con humor; y es que, por mi, me quedaba registrando en aquel magma del pasado.
- Pues nada, te dejo las llaves y nos vemos el próximo domingo – me contesta. Y sacándolas del bolsillo, las pone sobre una bandejita y me las ofrece con gesto de simpatía y amabilidad.
-Anda llévatelo que me parece que te ha gustado el muchaco.
- No me desagrada, no – le digo – pero tendré que buscarle pareja.
- Pues de aquí saldrá soltero, que no estoy yo para compromisos.
Finalmente y aunque sin pareja, que aún ando en ello pues se resiste, se unieron a “mi hombre”, Don Gil Blas de Santillana y Fray Benito con sus disquisiciones, endulzándolo todo Nestlé desde su álbum de los años 30.
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De este modo, la negociación transcurrió dentro de lo más propicio para ambas partes, así que, sabiendo donde estamos y hasta donde llegamos, todo fue fácil y la felicidad por salir de una buena partida de viejo se compensa con la de conseguir la emoción de recuperar parte de nuestra historia, que tan adecuadamente preservó el chamarilero y ¡a qué precio!.

Gracias a cuanto vendedores del Rastro (el madrileño y tantos otros) hacen que esas, y muchas otras historias, no se conviertan en basura.
Y cómo no, al amigo Fernando Aguado, que con su puntual información y fotos de la jornada nos tiene al día a los ausentes.
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Pulsa AQUÍ para recorrer EL RASTRO con este mapa
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DE COMO PASÉ DE MONAGUILLO A PECADOR.

25/8/2021

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-Mañana debutas.
De esta forma tan somera me anunció Blas lo que en principio no entendí.
De modo que si hoy era sábado “mañana” era domingo… y aunque lo suponía, mi cara debió reflejar la necesidad de más datos.
- 
Que mañana te estrenas a las diez con Don Antonio.
- ¿Y el toque de las campanas?
- No te preocupes por los toques, ya tienes sustituto.
Lo deseaba, pero la inquietud no me salió del cuerpo en todo el día y por la noche tampoco fue fácil coger el sueño.
Bien temprano, mi madre no hace más que instruirme mientras yo insisto en lo preparado que me sentía.
-...pero tu escucha lo que digo y haz caso de lo que te dice tu madre. 
Vamos venga, que te duermes, ponte los zapatos Gorila nuevos, muy bien eso es. Ahora la sotana, venga que se hace tarde,  y ahora el roquete. Uy, me parece que me he pasado con el almidón en el roquete -observó ella-.
Todo estaba a punto pero, efectivamente, había un exceso de almidón en esta última prenda que entró por mi cabeza como si de una armadura se tratara. De este modo, los pocos pasos que separaban la iglesia de mi casa, fueron acompañados como de un ligero crujir, pero me gustaba, daba más prestancia al atuendo.
Y llegado el momento, contemplé con cierto respeto la gran concurrencia, incluidos los familiares que asistían a mi debut. Comenzamos y todo iba bien hasta que cogí la campanilla con la mano izquierda mientras, arrodillado, levantaba la parte baja de la casulla con la derecha e intentaba el enérgico repique, propio del momento de la consagración. No había manera, al ser diestro aquello mas bien resultaba la esquila de un borrego que pace en verde prado, de modo que decidí, sobre la marcha, lo que parecía imposible, y cuando Don Antonio elevaba el cáliz, ya me había pasado al otro lado andando de rodillas; ahora la izquierda levantaba con soltura la casulla y mi mano derecha agitaba con energía y revuelo la sonora campanilla. Tal sería, que el sacerdote, ya con el vaso sagrado sobre el altar, volvió la cabeza de soslayo y me miró sonriente. Eso me salvó de la reprimenda del aspirante a sacristán que solo quedó en “ay… Tomasín Tomasín…”. Odiaba ese diminutivo y Blas lo sabía, así que una cosa por otra en aquel mi estreno de ayudante de misa como monaguillo.

Tal hecho, el de ayudar a misa, suponía también ascender de categoría, no solo pulular como pidiendo que te dejaran subir a la torre para los repiques o toques de misa o difuntos…  La cuestión es que ese ascenso no podía venir antes de hacer la primera comunión, por tanto, debió suceder sobre mediados del mes de junio de 1956.
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El nuevo estatus conllevaba una mayor confianza con el cura, pero el inconveniente estaba en que tenías que confesarte con él, no había otra, mejor dicho, otro. Así que la segunda vez que lo hice (la anterior fue para la primera comunión) fue de incógnito, con el predicador que llegaba al pueblo para la novena de la Patrona.
No, no me resultaba fácil confesarme, por tanto, lo mejor era no tener pecados.

Y bien hacía ante lo que vaticinaba aquel dibujo de los acueductos del "devocionario para niños Mi Jesús". En realidad eran puentes de diez arcos y lo suficientemente explicativos como para andarse con cuidado. A un lado de la página estaba el puente de los virtuosos y al otro el de los pecadores. Cada arco era un mandamiento y, en el primer caso, por encima circulaban sin riesgo los observantes que llegaban directos al Cielo. En la página derecha, el mismo puente se iba destruyendo al paso de los pecadores, desgraciados viandantes que se veían abocados al abismo infernal engullidos, previamente, por las agitadas aguas. Terrible.
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Todo fue expedito en esa segunda confesión, pero la tercera se precipitó nada más empezar el curso. Y esta vez tenía que ser Don Antonio, con el agravante de que la cosa iba del sexto mandamiento ¡como mínimo! Así que no habiendo otra…
- Ave María purísima.
- Sin pecado concebida.
- Pues verá, don Antonio, he pecado contra el quinto mandamiento -dije queriendo evitar más explicaciones que por escabrosas me debieron parecer innecesarias-.
- ¿Contra el quinto mandamiento? A ver, levanta la cabeza y mírame. ¿Tú te sabes los diez mandamientos?
- Pues claro -dije al tiempo que, mirándole, levantaba los hombros-.
- Entonces vamos, dímelos. 
A ello me puse y al describir el quinto me frenó de inmediato.
-
¡Para! Efectivamente, quinto mandamiento: no matarás ¿Has matado a alguien?
- Nooo. -Le contesté extrañado-.
- Bien, entonces continúa. -Y seguí recitando hasta llegar al diez-.
- ¿Ya está? -Me dijo cogiéndome por la barbilla para que levantara la cara.-
- Sí. -le contesté temeroso-.
- ¿Y porque no has parado en el mandamiento que has quebrantado?
- Es que usted no me ha dicho ¡para!
- ¿Y en cual tenía que decírtelo?
- No se, es que no está mi pecado entre los diez.
- Entonces si no está no le vamos a decir a Moisés que añada un apéndice para ti. ¿Vale? ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…
​- Amen. ¿Y no tengo que rezar un credo, avemaría, padre nuestro…? -le pregunté extrañado.-​
- Sí, sí, reza uno de cada. Hala, y esta tarde a las cinco y media en la torre, que tenemos entierro de primera a las seis y antes tenéis que dar un buen toque de difuntos.

Ya, me equivoqué al decirle lo del quinto mandamiento. Fue sin intención. Pero no, no me quedé a gusto ni convencido por haber sido perdonado de un pecado que no estaba recogido en las tablas de la ley...

Y es que la cosa fue como sigue:
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Con aquellos ocho añitos, era Don Luis el maestro que encarrilaba nuestros pasos hasta llegar a Don Waldo, en el último curso. Nos instruía en la clase del centro, arriba de las queridas Escuelas Nuevas, en cuya ventana, también en la del centro de las tres, ondeaba “victoriosa al paso alegre de la paz” la bandera de tres franjas verticales, negra, roja y negra de Falange que, también en su color central, llevaba el yugo y las flechas, y
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no bordado en rojo ayer, si no en negro, que
más tarde entendí que el “rojo ayer” no era un matiz del rojo (así como... un rojo pálido) sino que al cantarlo, yo debía saltarme la coma tras el rojo y en realidad era que la bordó ayer en rojo, quien la bordara, o sea tú, y nunca supe quien fue, pero en la camisa, que no en la bandera, que esas cosas no te las explicaban.

Pero vamos a lo que vamos.


Las tardes las dedicaba Don Luis a que leyéramos en voz alta y por turnos el Quijote, es decir, cada uno leía una página y pasaba al siguiente alumno, con lo que no eran más de cuatro los lectores por tarde.
En sus andanzas iban el ingenioso hidalgo y su buen escudero, cuando mi compañero de banca (de cuyo nombre no quiero acordarme) púsose a cazar moscas y en teniendo la primera, dejó resbalar por sus labios una buena ración de saliva que, a lento caer, tomó tierra, o mejor madera, en el pupitre que a la sazón compartíamos. Hecho lo dicho y con cuidado, sacó al insecto del cuenco de su mano derecha y con pericia de cirujano arrancóle las alas, depositándolo suavemente en el espumoso y salivado charco donde la infeliz mosca comenzó un agitado e inútil intento de salvación.
Percibiendo el magister algo extraño en aquel nuestro paraje, acercóse por ver lo que no vería, pues reposaba bajo las  manos de mi amigo puestas, respetuosas y ahuecadamente, sobre el pupitre. De vuelta ya a su estrado Don Luis, mi compañero comienza a desabotonarse la bragueta mientras la mosca bordeaba el filo de “su charca”.
No salía de mi asombro cuando me solicita ayuda (mi amigo, claro).

- Métela para dentro, que no se escape. -Se refería a la mosca-.
- Métela tú que a mí me da asco.
Y en estas que, sacado el último botón del ojal, extrae su viril apéndice y repite el ensalivado aéreo que en un instante se desliza por la sensible, aflorante y no circuncidada punta y, presto, deposita en ella a la mosca que se debate entre las espesas burbujas.
De pronto y como por arte de magia, aquel pequeño gusanito se pone tan inhiesto que más pareciera la miniatura del mástil de nuestra bandera. Yo, azorado, sentí mi cara en rojo ayer, pues aún no sabía lo de que el tal rojo no era un pálido matiz.

- ¿Has visto? Te cojo una mosca y lo pruebas que da un gustito que no veas. -me dijo con sonrisa entre pícara y pánfila-.

No se por dónde andaría el caballero de la triste figura, pero menos mal que Don Luis, pasado el segundo lector, se encontraba ya con Morfeo, caída la cabeza sobre su pecho, sin más disimulo que sujetarse la brillante calva con la mano y apoyado el codo sobre su cátedra.

Descuidado por ello de ser descubiertos, quedaba entender cómo me libraría de la fatal caída desde el puente de los mandamientos, porque estaba claro que yo circulaba en esta vida junto a mi amigo el “mosquetero”  libidinoso, y eso implicaba el quebrantamiento seguro de alguno de aquellos arcos.
¿A ver? sí, deben ser el sexto y el octavo arco. ¿Qué hacer, si nada he hecho? Y de inmediato sentí al diablo en mi cabeza, refocilándose ante mis dudas al tiempo que oía las risas de la clase por el enfado de Don Quijote, que echaba en cara a Sancho la pestilencia de sus desahogos y lo ridículo de tener los calzones como sin fueran grilletes en los tobillos.

Se acabó la clase, y comenzó el griterío, miré a mi compañero que ya se reía con todos y todos de él porque tenía la bragueta abierta, pero yo, sumido como estaba en la duda, no pude participar del jolgorio.

Reflexioné y por fortuna, Don Antonio, en mi última confesión, me hizo recordar los diez mandamientos y efectivamente, no debía preocuparme porque no realicé acto impuro alguno ni de pensamiento, palabra u obra. Además, bien que hube de leerlos
después, y releí, para cerciorarme por si en algún recoveco algo decía sobre la vista y las moscas, que nada era de extrañar. Pero resultó ser que no, que mirar no era pecado pero sí bastante asquerosillo, aunque, la verdad, tampoco miré mucho y ni siquiera por no pecar.
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Y han de saber vuesas mercedes, que aquel toque a muertos salió más alegre de lo debido, y no vino ello porque los deudos del difunto aumentaran el óbolo por un entierro de primera, ni mosca alguna hubiéseme puesto la sonrisa pánfila de mi precoz amigo,  sino que por lo ya dicho, era seguro, me había salvado. ​

Pero ojo, desde aquella alta torre y sentado en el poyete del arco de la campana del "dan", al mirar abajo cuando pasaba el cortejo fúnebre,  sentí como si la plaza del pueblo estuviese agitada por un fuerte oleaje.
​Habría que andarse con cuidado.
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De cómo llegó el cambio climático a mi pueblo.

19/8/2021

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...coge el búcaro y ve a por agua fresquita del pozo pal gazpacho, decía mi madre poco antes de que estuviéramos en la mesa. Y allá que iba yo an ca mi tía Estefanía con aquel rojizo y curado tiesto de Salvatierra de los Barros (o de Guadalcanal, que también allí los hacían). Iba procurando la acera izquierda donde el solano ya parecía dejar espacio a la sombra. Y sí que estaba fresquita al sacarla del pozo, una delicia junto al asomarme a aquel brocal de viejos ladrillos y percibir que hasta el verde culantrillo traía frescor. La parra bajo la que se encontraba y con aquellas calores, ya ponía tonos amarillos a las uvas y era habitual volver con un racimo que el tío Antonio cortaba a demanda de mi tía. Salía del taller de su carpintería que estaba a la izquierda del pozo y antes de recibir la orden ya me había llenado el búcaro, cortado el racimo y frotado el pelo mientras yo daba al pedal de la piedra de afilar.
-Ea, zumbando pa tu casa que el agua está pa echarla al dornillo - decía después de haber bebido un trago de la sacada del cubo con la latilla que colgaba de un clavo, en el madero que sujetaba la parra.

-Sí, venga, vete ya que verás tu padre... pero toma una porra antes -decía mi tía dándome un trozo de corteza de pan mojada en el majao del gazpacho ¡Qué delicia!
Otra cosa era la temperatura del agua al llegar a mi casa después de tanto preámbulo y de recorrer la calle Los Cercos hasta la plaza de José Antonio a las dos de la tarde. Pero bueno, no era cosa de dejar correr el grifo de la fuente de la plaza hasta que estuviera fresquita, que entonces había conciencia del derroche sin que existiera Greenpeace.
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Pasado el tiempo tuvimos un gran adelanto que me ahorró parte del paseo y trajo otras ventajas. Fue el principio del cambio climático. Era un pequeño mueble blanco, poco mas alto que una antigua mesilla de noche, con aristas redondeadas, y recordado y adecuado nombre: Alaska, que lucía en letras repujadas y plateadas sobre un paisaje ártico.
Bueno, el nombre era un decir, pero traía hasta su folleto de uso en el que el dibujo de un pequeño esquimal contaba cuanto era posible contar sobre el manejo.
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Su hermética puerta daba paso a un recinto de cinc con dos baldas de rejilla mas la parte de abajo. Sobre la primera, una bandeja que recogía el agua del deshielo de la barra de ídem que se soportaba arriba. Lo cierto es que a partir de entonces el paseo por la calle Los Cercos solo llegaba hasta la casa de Rafael Jódar y desde ahí, a la izquierda, ya a la fábrica de hielo a por un trozo de barra, partido por Consuelo con las puntas de un rastrillo que golpeaba justo al tamaño que cabía en la bandeja interior de aquel nuevo invento y que, metida en un pequeño saco (hecho al efecto por mi madre)  y después en una bolsa de red me echaba a la espalda con agrado. También porque de lo contrario tendría que llevarla a rastras y no era plan considerando que de este modo era más fácil ir chupando el polo de hielo, otra de las ventajas sobre el método anterior ¡cada trozo de barra incluía un polo! Quiero decir con lo que sobraba de la vuelta, que no estaban los tiempos para ofertas. El recorrido era circular porque dejaba el Callejón de los Polos enfilando por la calle del Gafa y la tienda de Luis Rubio hasta mi casa. 
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Tuvo tal éxito la marca de la nevera que cuando a alguna clienta de la tienda de mis padres se le pasaban días sin pagar el fiao, había que refrescárselo... y nadie supo, hasta ahora, que cuando mi padre , mi madre o Adela, decían la palabra "Alaska" con cualquier excusa, era para advertir a quien la atendiera que se lo recordara, vamos, que a esa clienta había que refrescarle la memoria por la deuda. 
Así podía, sin venir a cuento, oírseles: "¡qué buena es la nevera Alaska!" o "Ha encallado un barco en Alaska" o cuanto el lector pueda imaginar con Alaska en una corta frase... la cosa derivó en ahorrarse tanto discurso y directamente pronunciando la palabra mágica, ya era suficiente para proceder al refresco. Eso sí, la clientela de aquella tienda siempre fue  extraordinaria y aunque a veces la memoria fallara, mis padres se jubilaron con los libros de cuentas limpios como una patena.
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A aquella nevera Alaska le sucedió otra más alta, con más capacidad, pero de idéntica tecnología porteadora. Narval era la marca aunque no reflejaba por ningún lado la imagen del cetáceo y su logotipo mantenía la misma gama de colores y paisaje ártico. Todo muy creativo.
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Para esas fechas ya estaba yo estudiando en los franciscanos, y aunque agosto era mi mes de vacaciones, nunca tuve con la Narval mas relación que la de dispensarme agua fresca. Sin duda mi hermana Mª de los Ángeles tomó el relevo del transporte de la barra de hielo.

No cambiaron mucho las cosas hasta que colgué los hábitos, entiéndase, tampoco llegué a tomarlos, pero sucedió cuando me salí del colegio franciscano,  el mismo año que nació mi hermana pequeña. Y fue a ella la primera que vi al entrar en mi casa al volver en aquel cálido mes de agosto. Allí estaba en un capazo de mimbre en el centro del comedor ¡cómo me alegró!, tan pequeña, tan bonita... y entre caricias y arrumacos, de pronto, al alzar la mirada ¡allí estaba! al fondo de la cocina, más crecida, blanca, reluciente como un tótem que se anticipaba al de Kubrick  en "Una odisea del espacio".
-Es la nueva nevera - aclaró mi madre ante mi cara expectante-
-No, es un frigorífico! -rectificó mi padre mientras yo contemplaba asombrado aquel ingenio-
-¿Qué más dará? -respondió Ángeles abriendo la puerta y llenándome un vaso de agua de la jarra de plástico con amarilla tapa hermética que había en su iluminado interior-
Aquel resplandor fue como una visión celestial con llanto de niña al fondo reclamando atención. 
Perdona Lourdes -le dije tomándola en brazos- me había distraído con la nevera.
-Frigorífico -volvió a puntualizar mi padre.
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Qué extraño, aunque Alaska fuera sinónimo de la primera vez que sentí el cambio climático en mi casa, ahora tendría que adaptarme a aquel raro nombre que no entendía hasta darme cuenta que la invasión americana había entrado por la puerta. Un folleto con una indecorosa majorette (comprended que yo venía impoluto de los frailes) anunciaba la llegada de Washington 
¿O era Westinghause? No olvidemos que los americanos por aquel entonces ya iban por Constantina y las explosiones rompiendo la barrera del sonido eran habituales en nuestro cielo pedroseño.
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En fin, la cosa es que, adiós nevera, adiós Alaska, adiós búcaro y barra de hielo..., habían llegado los frigoríficos y con ellos el sedentarismo y la buena vida, resumiendo, eso sí que era un cambio climático. Para esos entonces, la generación encargada de portear frescura en verano no era ya la mía... en esas reflexiones filosóficas estábamos mi primo Eleuterio y yo cuando vimos a nuestros hermanos más pequeños, Salvador L . y Salvador M., sacar sendos polos de aquel nuevo aparato.
-¡Cómo cambian los tiempos! y qué poco aprecian lo que tienen esta nueva generación- dijimos casi al unísono de nuestros dieciséis o diecisiete años.
-No como nosotros que para conseguir agua fresquita teníamos que ir al pozo de tita Estefanía, y ya ves, en solo diez años...

Y nos quedamos tan frescos, que en verano había que recurrir a cualquier remedio.

-¡Estas calores de 2021 no son como las de antes!
-Hoy, gracias a los telediarios sabemos que incluso se alcanzan temperaturas de más de 40º en agosto.
-¡Qué barbaridad! 
entonces no sabías si estábamos a 40 o a 47 grados... 
-Es que ahora nos enteramos de todo...
-¡Éramos unos ignorantes!
-Y del cambio climático ¿qué, primo?
-¿Del cambio climático? Dile a tus nietos y a los míos que vayan al pozo a por agua fresquita para el gazpacho.

Y... nos quedamos tan frescos.

MORALEJA: Como dice mi amigo Juanjo: ¡Qué bien vivíamos cuando vivíamos mal!
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Un paseo por la historia.

1/2/2019

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LA CATEDRAL DE SEVILLA en 3D
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​Hoy no voy a escribir mucho. Solo invitarte a una visita a la tercera Catedral más grande del mundo. Y por supuesto la mas bella para cualquier sevillano.
Cuando de pequeño mis padres me llevaron por primera vez, me pareció imposible algo semejante, miraba a mi alrededor, al techo, sus rejas, altares, columnas... no podía creerlo, era como entrar en otro mundo.
Hoy, contemplándola después de tantos años, aún revivo aquella fascinación. Eso sí, con más turistas.


Así la pintó Joaquín Domíngez Bécquer (
Sevilla 1817 - 1879). Tío del poeta Gustavo Adolfo Bécquer.

Pulsa en la imagen para hacer tu propio recorrido. A partir de ahí, si es desde el móvil, 
pasa el dedo por la pantalla y ve donde quieras pulsando  las flechas. Desde el ordenador, mediante el mouse.
​Espero te guste.
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VIRGEN DEL ESPINO 1889 - 2018

2/11/2018

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Algunos de mis paisanos se preguntarán que a qué viene hoy esta entrada, tan pasada de fecha, en mi blog MIRADAS AL PASAR.
​Lo explico:


1) Hace tiempo que la vestimenta plasmada en el cuadro de la Virgen del Espino de Juan Bautista Olivós y realizado en 1899, me cautiva. 
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En la festividad de nuestra patrona del pasado 8 de Septiembre de 2018, quise percibir una cierta referencia al  mismo, la imagen llevaba un vestido de barroco bordado con granate manto, aunque de actualizada forma en la composición. 
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Sea como fuere dio pie a mi atrevimiento: fusionar ambas imágenes al compás del fragmento final de la inspirada MADRECITA DEL ESPINO, del compositor Emilio Muñoz Serna, que tan bien llega a nuestros oídos interpretada por la Agrupación Musical Nuestro Padre Jesús de la Redención de Sevilla.
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PULSA EN LA IMAGEN PARA VER EL AUDIOVISUAL

2) Y el porqué hoy, es muy sencillo. En un día de conmemoración de los seres queridos que nos dejaron, no debe faltar esa fe y esperanza que depositaron en su Patrona, invocándola y viendo en ella la luz que les marcaría el camino de sus vidas.
Sabido es que la mía es escasa -la fe-, pero el respeto por cuantos la tienen es infinito. Sea por todos ellos, en tiempos de desasosiego, y por cuantos sienten que sus deudos disfrutan de la LUZ y PAZ eterna.

EL CUADRO.
No he tenido ocasión de investigar en los archivos, que seguro existen, sobre su encargo y factura, pero hay fotografías de cuando el mismo se encontraba en la Iglesia en vez de en la Ermita, donde lo podemos contemplar actualmente.

Era habitual que en los pueblos, para mantener el recuerdo vivo sobre la devoción a la patrona durante todo el año, se realizaran este tipo de reproducciones que se ubicaban en lugar destacado de las parroquias y así, los fieles, no tenían que

desplazarse para expresar su devoción a la ermita, por lo general en lugar alejado.
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En esta antigua fotografía, en el interior de la Iglesia Parroquial, se observa al fondo el cuadro de la Virgen del Espino que se reproduce anteriormente y, curiosamente, su imagen ante él. Debía ser la costumbre cuando se traía de la Ermita con motivo de su festividad. 

Las líneas emanadas del Concilio Vaticano II, en su purismo, desalojaron a nuestra parroquia de altares e imágenes, dejando exentos sus muros interiores. Aventuro que de esta manera fue como el mencionado cuadro, se trasladó a la Ermita. Los nuevos tiempo con la posterior remodelación de la Parroquia, eran también de motos, coches y paseos saludables, por lo que no era difícil el acceso a la Virgen del Espino en su "sede oficial", aunque por su cercanía, la distancia nunca fue un obstáculo y era común decir (y quizá lo siga siendo) "me voy a acercar a ver a la Virgen".
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OTROS CUADROS DE LA VIRGEN DEL ESPINO
No son muchos o al menos no los conozco, pero existen dos de pequeño formato que se conservan en la Ermita.
Aunque no tengan un gran valor desde el punto de vista pictórico, sí lo tienen como documento y representación de unas épocas que nos acercan a su devoción y que algún fiel pinta o encarga en agradecimiento del favor recibido.
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La leyenda bajo la Virgen reza así:
​NTRA. SRA DEL ESPINO. OTORGADO LO IMPOSIBLE.

​En el de la persona orante,  la imagen mantiene la misma posición frontal que conocemos, a diferencia del otro en el que existe un "diálogo" entre la Madre y su Hijo debido, sin duda, más a la licencia del pintor que a una fiel representación. 
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En este caso la vestimenta se recoge dentro de la característica ráfaga de orfebrería que la circunda.
​Los dos personajes a ambos lados representan a los arcángeles Miguel y Gabriel, el primero, de espada y armadura como vencedor del pecado y el segundo portador de las
azucenas de la pureza en la Anunciación.
​


Y nada más por hoy, tiempo habrá de seguir investigando.
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EL AROMA DE MI HOGAR

9/6/2018

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Solo por encontrarme con los viejos amigos y retomar la Primavera, merece dar una vuelta por El Pedroso en este Mayo, tan lejano por otra parte de aquellos Mes de María, donde el olor a nardos y azucenas salía a borbotones por la puerta de la Iglesia.
Estos encuentros van siempre acompañados de una cerveza (mejor dos) en el Pescaero, el Casino, Emilio, el Cruce… ¡será por buenos bares en nuestro pueblo!. Y aunque las conversaciones comienzan por la cansina (y ya pertinaz) actualidad catalana, siempre terminamos echando la vista a “aquellos tiempos” en los que, como dice uno: “¡qué bien vivíamos cuando vivíamos mal!”.
Hoy la charla ha derivado a los olores y sabores. Así, Felipe, cuando pasa por una droguería,  percibe en su nariz la tienda de mis padres. Le digo que el amor tira mucho y que eso son los recuerdos de cortejar a Trini…

Y entre tinto, cerveza y tapa, cada cual va olfateando en su pasado.

Entonces los olores, como los juegos, se acomodaban a las estaciones del año. Ni se te ocurría jugar a las bolas en invierno, los sabañones frenaban hasta al más avezado. De este modo, un lugar adecuado para jugar en invierno podía darse sobre las cálidas planchas de orujo que se amontonaba en el Molino del Cristo. Me recuerdo junto a Eduardo y José Ignacio, subidos a aquella montaña de donde emanaba el vapor de los residuos del prensado de la aceituna, marcados aún por la forma del capacho.
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Desde finales del otoño a bien entrado el año, el pueblo olía a molino de aceite, centro final de la actividad que bajaba del cerro en sacos de yute a lomos de burros y mulos.
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Hasta la tarde, que las eslomás eran las cogeoras. 
Muy atrás quedaba el olor del almuerzo con la frugal sardina y el pan, 
tostao él y asá ella al calor del ramón, pero divertidas llegaban al pueblo tras acabar la jornada y aún con fuerzas para perseguirnos al recibirlas con aquellas letrillas: 

 "Las cogeoras del pío pío, bajo los pantalones llevan un nío... "

Y que al completo puede que  fueran así:

Las cogeoras del pío pío
¿cuantas fanegas habéis cogío?
Fanega y media porque ha llovío


Las cogeoras del moño alto
debajo las enaguas llevan un lagarto.
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Y a los pocos meses, quedaban lejos los frágiles  carámbanos pisados por las botas de tachuelas, alpargatas y herraduras. 
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Pasada "la aceituna" y su dominancia olfativa, la primavera se anunciaba con brochas, pinceles y olor a aguarrás y linaza en las puertas, Glasol o Politus en los muebles, cal pa la fachá y las bajeras, y pintura colorá pal zócalo.
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Y por fin ahí estaba la fragancia que llegaba desde el patio de la casa, porque antiguamente las flores tenían olor... a flores del patio y a canto de jilguero. 
Aunque verdaderamente, la explosión aromática estaba por llegar en uno de los tres jueves que brillaban más que el sol.

El día del Corpus te despertabas impregnado de romero, cantueso y tomillo entrando por la ventana. Lucidas colchas engalanaban balcones puertas y ventanas,  macetas de  pilistras y geranios salían a la calle en tan sonado día al paso de la Custodia bajo palio.
(Aunque desplazada al domingo,  continúa la tradición, 
 colocándose pequeños altares  en el recorrido procesional).
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Intensa pero fugaz era esa fiesta, pues el viernes volvía de nuevo el aroma, o mejor, el efluvio a berza y puchero de cada mediodía percibiéndolo  por doquier. Y aunque el de unas casas era más denso que el de otras (todo dependía de lo lavado que estuviera el hueso de jamón) llegaba a las narices de los chavales, que al salir de la escuela nos encaminaba como carpantas a nuestros respectivos  hogares.

Las tardes eran agarbanzadas y densas, como el olor del desechado tocino añejo del cocido, que pronto se haría jabón.
Y de nuevo el olor a escuela. Más penetrante que el de la mañana siempre camuflado por la intensidad del Varón Dandy de Don Luis el maestro.
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Si te tocaba batir la leche en polvo en aquella enorme olla de aluminio, aspirarías su acidez melosa que invitaba a meter dos dedos en la barrica de cartón que lo contenía, para llevar a la boca una ración de su sabor acre y desabrido. Una vez adherido al paladar junto al bocado de queso americano, formaban una pasta adecuada para hacer un molde dental. Si inoportunamente llegaba el maestro, se producía un momento difícil que descolocaba los sentidos (y las órbitas oculares) antes de deglutir semejante bolo.

​Sólo con recordarlo salivo aquellos tiempos. ¿Que digo? Sólo con recordarlo me vuelven a saltar las lágrimas.
​
El humor acompaña la segunda cerveza, necesaria para pasar el trago de los tertulianos.

A las cinco,  la salida era en desbandada por la cuesta abajo del callejón del Latero, o en llano por la calle de Pepito. A esa hora nuestro olor llevaba sudores de recreos y carreras, de escondites, de piolas, indios, vaqueros, policías y ladrones,
de lápiz y gomas Milán.., que al llegar a casa se integraba en uno más intenso, el de la lejía que perduraba en la cocina tras el fregado.
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¡La lejía, cuánta higiene proporcionó y cómo saturaba las pituitarias! desde la entrada hasta  el patio, con la siempre limpia 
corriente que recibía, rodilla en tierra, la  algofifa de tarde, como preámbulo del olorcillo vespertino a café de puchero, momento en que la achicoria se convertía en la reina de los diez minutos de relax para nuestras madres.

En aquel tiempo todo tenía olor, no como ahora que ni la mierda huele a lo que debe oler, limpiada con toallitas perfumadas y otros desechos contaminantes que tiramos al retrete, para encontrarlos un rato más tarde en la veraniega playa donde no sabes si hueles a sardinas, o las sardinas huelen a bronceador.
Una diferencia importante a cómo olía la sombra de la jiguera entre baño y baño en la alberca del Bañuelo, la huerta Andrea, la Noria o la de Manuela, la de la huerta, claro.
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Era el olor del verano, acompañado del sonido de la maja en el dornillo del gazpacho.
El tac, tac, tac... paciente, comienza a dar resultado, el ajo explota, el pimiento suaviza, el tomate aligera, tac, tac, tac... su puñaito de sal que con el crac crac cambia por un momento el tac, tac; su  buen chorreón de aceite del año, remueve y amasa con esa miga de pan dan ca Madruga, al que el agua fresca del pozo quitó el asentao de anteayer. Y ahí queda eso, más que revuelto, envuelto todo en las fragancias de las verduras, porque han de saber que antiguamente el tomate olía a tomate, incluso sabía a tomate.
​
-Anda niño, llégate a por vinagre an ca Eloisa Valé.
Ummm ¡qué bueno es dar un chupetón al corcho de la botella!.
-Toma una porra, por lo bien que has hecho el mandao -Decía la tita Estefanía-.
​Nada como aquel rico bocado que
emanando frescura del dornillo, llenaba la cocina con su aroma y punzaba las papilas gustativas. No, no piensen en el salmorejo, mojar un trozo de corteza de pan en la masa de aquel gazpacho, era otra cosa.
-Pues yo pasó al invierno directamente - dice otro de los narradores-.
A mí los recuerdos me los trae el parchís, hace tiempo que no juego, pero siempre lo relaciono con el olor de la alhucema cuando jugábamos 
en la acogedora camilla al calor del brasero… evidentemente no existía la tele. 
Dale un meneo...
 y al instante la badila en la mano experta de mi abuela removía el cisco encendido, que rociado con unos granitos de esa semilla, sacaba los malos humos (tufos) impregnando el ambiente de aquel agradable olorcillo. Y al instante:
-Me voy a poné las polainas que me van a salir cabrillas.
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-Escucho lo que decís y también tengo olores retenidos en el imaginario, tercia alguien que se incorpora al grupo.
-En los inviernos, yo olía a “agua de leña”.
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Y es que de pequeño percibía que el agua caliente olía a leña. Seguro que fue de escuchar a mi padre cuando venía de trabajar en la mina:
-Niña, pon un poco de leña al agua.
De modo que días atrás, cuando vi en el “Jueves”  un barreño de cinc como aquel en el que mi madre me escamondaba, no me vino el aroma a Heno de Pravia, olí a agua de leña…
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-Pon cuatro más aquí.
-¿Tu sigues con el tinto?
-No, yo ya me voy que han llegado los nietos y son las tres.
-Tanta prisa ¡Que esperen los nietos!
-Bueno venga, pero la última, que llevo dos tintos y tengo un bolillón que paqué…
-Es que ya no estamos pa ná.
-Y que lo digas. Pregúntale a mi parienta…
-Ponle una copa de esos nuevos tintos de Cazalla.
-Bueno, mejor no le preguntes a mi parienta.
Asoma la nariz a la copa, la hace oscilar, mira el tono rojo guinda del vino y sorbiendo un poco:

-Ummmm... qué notas a violeta, qué retrogusto con ese aroma a ciruela madura y toques de dátiles que le da un sabor goloso de tanino maduro...

-Pasmao mas dejao, pero me da que lo que quieres decir es que este tinto no es el de aquellos calimochos de Savín sin Casera ni na de na.
-Y así, en directo, un vaso de los de agua que Sedano el del Casino, te ponía a rebosar. Era un líquido color polvos coloraos como con los que tu padre hacía las pinturas pa los zócalos... 
​​ ¡qué aroma, qué retrogusto!
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-Dejaos de drogas duras que os habéis perdido en la loca juventud, volvamos a la infancia- apostilla otro de los presentes.
...aquella en que la sed olía a botijo de barro, aquella en que la luz que iluminaba los rincones de las casas (que la eléctrica iba y venía a su gusto) olía a carburo o petróleo, aquella infancia en que el cagar olía a estercolero y los deberes, al menos para mí, eran una mezcla de boñigas de mulo y el dulce olor de las perrunillas que mi madre guardaba en la alacena. Y perdonen por lo expresivo pero es que no fallaba, cada atardecer, cuando la enorme bestia recorría los siete metros entre el zaguán y el paso hasta la cuadra, con su cadencia sonora de las herraduras sobre los rebollos de piedras, parecía rebelarse contra mi padre por la dura jornada:
-¡Joío mulo este! y de inmediato salía mi madre, recogedor y escoba en mano.
-José Manué, llena aquí.
-A mí una clara que ya no me aclaro…
-Dos

-A mí ya sin alcohol y sigo:


-Y allí estaba yo, sentado en la camilla a la luz del quinqué,  levantando la vista del cuaderno para contemplar aquel oscuro ano descargando redondas bolas  de heno digerido, y cómo su olor robaba el ya dicho dulce aroma de las perrunillas aún calentitas.
​
-¿Cómo van esos deberes?, decía mi padre. Nunca respondí, lo hacía mi madre con una orden:
-¡Hala, a bañarte!

Los deberes terminaban siempre con la llegada del mulo y de mi padre. O viceversa.

​Y después del baño, la muda calentita recién quitada de la alambrera y perfumada a espliego.


​Los aroma de mi hogar.
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-¿Las cuatro?
¡Madre del Amor Hermoso! a estas horas ya no me van a dejar entrar en la casa. 
-Y además castigao sin comer. Te veo cenando el cocido, dice el tabernero.
-Bueno, otro día seguimos, diré que he estado con vosotros por  si sirve de algo.
-Apañao vas.
-Ahí os quedáis.
​De nuevo, la voz detrás del mostrador anuncia:
-Eso de "ahí os quedáis" nada de nada. Estos se van a su HOGAR, ¡pero ya!, que del cocido no van a encontrar ni el AROMA.
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Cosas de niños y UNA DE FANTASMAS

12/5/2018

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Serían entrados los años cincuenta cuando José García, padre, al que todos conocíamos como el Pelón y sus hijos Enrique, Rafael y Pepe, remodelaron la plaza principal de El Pedroso, hoy denominada de Ntra. Sra. de Consolación.
 
Una de las operaciones que llevaron a cabo, sin duda por decisión del Ayuntamiento, fue trasladar el quiosco de Carmen desde la pared exterior del coro de la Iglesia Parroquial a la opuesta, en el hueco frente a la droguería de Lorenzo y Ángeles, mis padres.
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Visto a día de hoy con el tráfico actual, nos parecería una auténtica locura. Pero tal cambio no debió extrañar a los padres de la chiquillería de entonces, clientela lógica de nuestra quiosquera, pese a que en la nueva ubicación no teníamos más espacio que la propia calle y sin acera, para acercarnos a aquel mostrador de terrazo rojo en busca de tebeos, tiras de triquitraques, galletas sorpresa, bolas de chicle y bolitas de anís.

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En la época, los vehículos más habituales eran las carretas, y la de Paco López tenía el paso obligado por allí. No era cualquier cosa enfilar los bueyes sobre los adoquines con el quiosco detrás,  girar 90º para traspasar la cancela y acabar siempre sin el menor percance. 
​Más de una vez viví tal maniobra subido en tan robusto pero precario vehículo, 
junto a José Ignacio. 

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Contando a mis nietos estas historias, me preguntaban si Carmen vendía Pokemon. Ni existía ni se le esperaba. Para cuando yo accedí a la lectura, hacía tiempo que habían llegado Roberto Alcázar y Pedrín, nacidos en 1940. (Comprenderá el lector que ahora tengo que explicarles a ellos quienes eran estos personajes…y quizá a alguno de ustedes). 
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El Guerrero del Antifaz andaba a sus anchas desde 1943, El Cachorro hacía nada, en 1951. Y hasta Rosina, la mujer Pirata se anticipó a El Capitán Trueno, que no aparecería hasta 1956.
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Muchos más pasaron por aquel quiosco pues el pueblo se motorizaba, aunque nunca representaron un peligro. A Rafael Jódar, circulando en su moto, le daba tiempo a escuchar al coro infantil entonando con guasa el soniquete de “Rafalito con su LUBE, cruza el pueblo en una nube."

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De vez en cuando se veía el haiga de Félix Cataño, también el de Manolo, solícito esposo de Doña Concha la médica, el taxi de Ceferino a recoger los domingos a Don Antonio Pastor (el cura) para decir misa en el Destacamento artillero de Fábrica (con gran gozo para este monaguillo que lo fue y acompañó en su etapa de tal). 

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Y no me olvido del coche americano, nuevo cada año, que nos traía a Don José Miguel Pérez Ortiz, para todos Pepito el de Doña Eugenia. (Recomiendo, encarecidamente, la semblanza que de él hace Pepe Durán en su libro La memoria prodigiosa). 
Aunque surtida era la gama, de no mucho más se componía el parque automovilístico en El Pedroso de entonces.

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Pero sigamos con lo que nos trae aquí a cuenta de la remodelación de la plaza, llamada a la sazón de José Antonio Primo de Rivera y dejando para momento más sesudo, el hablar de los tebeos y automóviles de la época.
 
Andaba yo por los siete años y era tiempo de vacaciones, o eso creo, porque me recuerdo
​merendando un trozo de pan con su “joyo”  relleno de aceite y azúcar, y a mi amigo Andrés, 
dando cuenta de una jícara de chocolate y media rosca. Así que debían ser sobre las cinco de la tarde. De lo contrario estaríamos en la escuela tomando un vaso de diluida leche en polvo y un trozo de aquel queso americano de color anaranjado que venía en grandes latas.

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El arreglo de la plaza, entonces terriza, consistía en pavimentarla, colocar una gran farola en el centro y alcorques a los frondosos naranjos.
Aparte de los preparativos propios de la obra, antes se precisaba quitar las grandes losas de piedra 
que, a modo de acerado, existían junto a las fachadas de las viviendas.
En esa tarea andaban Enrique, Rafael y Pepe con otros operarios.

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Y nosotros bastante preocupados, pues  las nuevas baldosas exagonales ocuparían toda la plaza, es decir, ya no habría donde clavar la lima, ni tierra para hacer el gua de las bolas, se acabó jugar allí al trompo y ni os cuento a la billarda, con el riesgo que supondría darle
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a las luces de aquella farola que, por ahora, reposaba cuán grande era junto a la iglesia.
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Más conforme estaba Gloria, que también andaba por el entorno, pues las niñas hacía tiempo que pintaban las rayas del chinfle con tiza o trozos de yeso sobre el cemento de la pista de baile de la otra plaza.
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Pese a nuestras preocupaciones, la situación resultaba apasionante porque toda aquella faena estaba acompañada de un relato de terror que, los tres hermanos, iban contándonos mientras unos y otros levantaban las mencionadas losas.
(Ya de mayor pensé que, lo que sigue, formaba parte de mi imaginación, pero es totalmente verídico, pregunten a Gloria y a Andrés).
 
Aquella narración, acompañada de la guasa de Enrique, las puntualizaciones de Pepe y la seriedad de Rafael, nos ponían la carne de gallina... hasta cierto punto:

- …entonces, los que vivís en la plaza, ¿no oís por las noches ningún ruido, como de huesos humanos dándose unos con otros?.

Un gesto negativo entre bocado y bocado, fue nuestra respuesta.

- ¿No? pues que sepáis que aquí debajo hay un túnel por el que corren los esqueletos de los frailes que vivían en la Cartuja.

Pepe, el hermano menor,  refrendaba.

- ...no os lo creéis pero es verdad. Yo mismo he estado dentro antes de echarle un tabique en la iglesia, pero de día, claro está. 
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La cosa era de cuidado y Gloria ya solo asomaba la cabeza desde su puerta. Pese a lo truculento y el estómago algo encogido, teníamos que hacernos los valientes… los dos contábamos con “experiencia sobrada” en recorrer edificios abandonados y lo mejor es que veníamos de explorar entre las ruinas de la vieja casa de la esquina, junto a la de mi amigo y que poco tiempo después compraron mis padres e hicieron la suya. Así que, alternándonos y muy ufanos, les contamos también nuestro descubrimiento en ella.

- Nosotros en aquella casa hemos descubierto un escondite…

Andrés me daba la replica:

- ...y en el escondite había una tinaja.
No noshacían ni caso, así que tuve que imprimir interés a nuestra azaña:


- ...y en la tinaja había un tesoro...

Efectivamente, Rafael había picado.

- ¿Un tesoro?

Meto mi mano en el bolsillo y le enseño cinco o seis monedas de cuando la República.

- Sí, mira.
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Enrique las contempla de soslayo pero con indiferencia.

- ¡Va! Eso no es nada.
En este túnel todas las noches y hasta que amanece, los esqueletos de los frailes corren de la Cartuja a la Iglesia para ver por dónde pueden salir, así que tenéis que estar alerta para avisarle al cura, por si se escapa alguno.
 
Y dale con los esqueletos. Ante semejante desprecio a nuestras hazañas, nos miramos incrédulos. Y mientras 
los alrededores de la boca de Andrés mostraban todo el esplendor de aquel sucedáneo de chocolate y el aceite chorreaba hasta mi codo, respondimos al unísono:

 - Eso es mentira.

Al tiempo y en claro signo de reafirmación, el antebrazo cumplía la digna función de servilleta.
 
No se rendían, estábamos en clara desventaja. Cuando no terciaba uno de los tres hermanos, algún operario servía de apuntador dirigiéndose a ellos:
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- Pero además, todo el mundo sabe que el Día de los Difuntos se les oye cantar el Miserere…
 
La situación rayaba en el acoso y derribo, menos mal que pese a la charla, cada cual iba a su tarea, de modo que seguíamos entre atentos a la faena (la merienda) y la intriga por cuál sería la siguiente trola.
 
Ya en la puerta de la Fonda Tristán, Enrique, con gran impulso, clavaba una  barra de hierro al borde de una de las losas de piedra que  levantaba con la ayuda de otro trabajador.
 
Pasó un rato hasta que nuestro interlocutor contestó, pica en mano y mirándonos fijamente mientras el sudor goteaba de su nariz a la pica y de ella a la losa:

- ¿Mentira?
 
A esto, y entre dos operarios, terminan de alzarla no sin gran esfuerzo, cuando desde abajo, ¡ZAS! saltaron "miles" de animales que más que ratas parecían liebres, por el tamaño y velocidad con que se perdieron por todas partes.
 
Un cronista diría que el respingo que dimos fue colectivo, aunque en honor a la verdad, los dos chavales quedamos paralizados en un abrazo protector, escuchando en estéreo las risas de los concurrentes.
 
Al instante salimos corriendo mientras oía gritar a mis espaldas a uno de los “levantadores de losas”:

 -Anda valientes, asomaos ahora al túnel...

Y claro está, no le faltó el coro.

-¿Qué? ¿Había esqueletos o no había esqueletos?.
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Al revuelo salió el vecindario y lógicamente nuestras respectivas madres que, al referirles Rafael la truculenta historia y lo pendiente que debían estar por si salía algún muerto, no tuvo más remedio que aceptar, entre risas, un pescozón de la mía al tiempo que les decía a los tres aquello de:

-“Qué joíos po larma”, ¡pero cómo les gusta meter miedo a los chiquillos!.

Recibiendo la explicación de Enrique, con la chanza que le caracterizaba:

- Ángeles, tú tómatelo a guasa, pero que sepas que aquí debajo tenéis to las noches a los frailes corriendo de un lao pa otro.

- Anda puñetero, a trabajá que nos tenéis la plaza empantaná - dijo Loreto, la madre de Andrés -

- Venga, anda pa casa, que necesitas un baño como el comé  - concluyó la mía y no se equivocaba -
​

Bueno, “el baño” en aquel entonces era en la azotea. Una ducha con regadera, sujeta en alto por el asa a una escuadra y consiguiente cuerda a la flor que, al tirar,  la hacía girar hasta que caía agua. Una delicia en aquellos veranos de noches de cháchara, sentados a la puerta de las casas, donde seguro que en la de aquel día no faltó tema de conversación.


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- Uy qué garbanzos tostaos más buenos ¿de dónde son?
- Pues a Carmen se los he cambiao, dos kilos por uno de tostaos.

- ...vas a tener pa sembrarlos  por la plaza antes de que estos acaben.
- Si mujé, pa que vengan los esqueletos y se los coman…

Con estas y otras risas continuaba la tertulia nocturna entre pipas, avellanas, altramuces, garbanzos  y demás delicias.

- Qué puñeteros son estos Pelones, la que le han motao a los chiquillos.
- Sí, pero por lo visto las ratas eran como galgos…
A lo que terció “el Doctor”:

-¡Como galgos dices! Yo las vi y aquello eran mastines…
​

No hace mucho referí esta “aventura” a Pepe García, que confirmaba la veracidad del susodicho túnel, asegurando haberlo recorrido y de cómo estaba bloqueado por escombros cerca de la Cartuja y con un tabique por la Iglesia a la altura de la Capilla de la Virgen del Carmen. Eso sí, no vio ningún esqueleto. Dicho lo cual, invito a los lectores a ampliar con sus conocimientos  esta "historia de fantasmas".

NOTA: ESTE RELATO FUE PUBLICADO EL 12 DE MAYO DE 2018. EN ESTE PERIODO DE TIEMPO Y DESAFORTUNADAMENTE, MIS AMIGOS CITADOS, ANDRÉS Y JOSÉ IGNACIO, HAN FALLECIDO.  DESCANSEN EN PAZ.


​ILUSTRACIONES Y RECREACIONES FOTOGRÁFICAS DEL AUTOR.
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